(Fragmento de: 1927 - Noviembre 23)
Durmió hasta el mediodía. Lo despertó la música de un
cilindro en la calle y no se preocupó por identificar la canción, porque el
silencio de la noche anterior -o su recuerdo, que era la noche y el silencio-
imponía largos momentos muertos que cortaban la melodía y en seguida volvía a
comenzar el ritmo lento y melancólico, que se colaba por la ventana
entreabierta, antes de que esa memoria sin ruidos volviese a interrumpirlo.
Sonó el teléfono y él lo descolgó y escuchó la risa contenida del otro y dijo:
- Bueno.
- Ya lo tenemos en la comandancia, señor diputado.
- ¿Sí?
- El señor Presidente está enterado.
- Entonces...
- Tú sabes. Un gesto. Una visita. Sin necesidad de
decir nada.
- ¿A qué horas?
- Cáete por aquí a eso de las dos.
- Nos vemos.
Ella lo escuchó desde la recámara contigua y comenzó a
llorar, pegada a la puerta, pero después ya no escuchó nada y se secó las
mejillas antes de sentarse frente al espejo.
Le compró el periódico a un voceador y trató de leerlo
mientras manejaba, pero sólo pudo echar un vistazo a los encabezados que
hablaban del fusilamiento de los que atentaron contra la vida del caudillo, el
candidato. Él lo recordó en los grandes momentos, en la campaña contra Villa,
en la presidencia, cuando todos le juraron lealtad y miró esa foto del Padre
Pro, con los brazos abiertos, recibiendo la descarga. Corrían a su lado las
capotas blancas de los nuevos automóviles, pasaban las faldas cortas y los sombreros
de campana de las mujeres y los pantalones baloon de los lagartijos de ahora y
los limpiabotas sentados en el suelo, alrededor de la fuente de la rana, pero
no era la ciudad lo que corría frente a esa mirada vidriosa y fija, sino la
palabra. La saboreó y la vio en las miradas rápidas que desde las aceras se
cruzaron con la suya, la vio en las actitudes, en los guiños, en los gestos
pasajeros, en los hombros encogidos, en los signos soeces de los dedos. Se
sintió peligrosamente vivo, prendido al volante, marcado por los rostros, los
gestos, los dedos-pingas de las calles, entre dos oscilaciones del péndulo. Hoy
debía hacerlo porque mañana, fatalmente, los ultrajados de hoy lo ultrajarían a
él. Un reflejo del cristal lo cegó y se llevó la mano a los párpados: siempre había
escogido bien, al gran chingón, al caudillo emergente contra el caudillo en
ocaso.
Se abrió el inmenso Zócalo, con los puestos entre las
arcadas y las campanas de Catedral entonaron el bronce profundo de las dos de
la tarde. Mostró la credencial de diputado al guardia de la entrada de Moneda.
El invierno cristalino de la meseta recortaba la silueta eclesiástica del
México viejo y grupos de estudiantes en época de exámenes bajaban por las
calles de Argentina y Guatemala. Estacionó el automóvil en el patio. Subió en
el ascensor de jaula. Recorrió los salones de palo-de-rosa y arañas luminosas y
tomó asiento en la antesala. A su alrededor, las voces más bajas sólo se levantaban
para pronunciar con unción las tres palabras:
- El Señor Presidente.
Carlos Fuentes (Mexicano nacido en Panamá, 1928-2012).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario