viernes, 25 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE, de Martín Luis Guzmán

"... aquellos cinco hombres llevaban a cuestas sus propios cadáveres, a cuestas hasta el borde de la tumba..."

(Fragmento del Libro quinto: Eulalio Gutiérrez.
Capítulo 3: Un juicio sumarísimo)

- No lo seremos -contestó Eulalio-, porque es claro que así no vamos a seguir: de mi cuenta corre. Pero en este momento no hay más remedio que aguantarse. ¿Qué quiere usted? ¿Que me ponga en ridículo diciendo a esas señoras que no apruebo el fusilamiento de sus hijos, o de sus hermanos, o lo que sean, para que así y todo los fusile Villa en nuestras narices? El mundo está lleno de buenos y malos ratos. A estos desgraciados les ha tocado uno malo, y no habrá Dios que los salve.

Al oír hablar así a Eulalio comprendí que todo esfuerzo resultaría inútil, pues de él sabía, y en parte me constaba, que no era tonto, ni cruel, ni cobarde, sino al revés: un hombre dotado de inteligencia natural agudísima, de excelente corazón y de entereza de carácter a toda prueba, según lo demostró días después al sobrevenir la ruptura con el jefe de la División del Norte.

Quise, sin embargo, ponerme de acuerdo con mis sentimientos y me dirigí al coche de Villa. ¿Sería, en efecto, una ley de Dios, o de la Naturaleza, o de la Historia, que la revolución nuestra estuviese movida por espíritus asesinos o cómplices de asesinos? En el estribo del coche me cerró el paso uno de los dorados. Se asomó después a la plataforma un oficial, que me dijo, bajando la voz:

- Mi general está ya acostado. Ordenó que no lo despertáramos por ningún motivo. Venga usted mañana a las nueve, si desea hablarle.

- Mañana a las nueve no quedará ni rastro de los falsificadores -le repliqué.
- Puede ser, pero no creo que mi general despierte antes.

* * *

El resto de la noche lo pasé en la ciudad de México, y con toda deliberación no volví al campamento de Tacuba hasta bien entrada la mañana del otro día. Serían cerca de las once cuando llegué. La luz gloriosa del sol de noviembre ocultaba la fealdad reseca de la tierra y de las cercanas milpas en rastrojo. ¿Se habría consumado el fusilamiento? ¿A qué hora habrían arrancado de allí al doliente grupo de las mujeres?

Robles no estaba en su coche. Me senté en el salón y me puse a mirar, distraído, por las ventanas. A poco vi acercarse por el lindero de una de las milpas una muchedumbre de soldados y curiosos: brillaban los fusiles de una escolta. Como los montículos de los surcos hacían difícil la marcha, los soldados iban en desorden y a gran distancia unos de otros. En medio, tratando de no separarse entre sí, iban cinco hombres con los brazos atados a la espalda por medio de cuerdas que les pasaban de codo a codo. Unos tropezaban en los surcos a cada paso; los otros caminaban con admirable precisión de autómatas. El rostro de todos revelaba extravío, una rara conciencia, desmesuradamente fuerte, o desmesuradamente débil, de cuanto veían en torno: los unos parecían analizar con interés profundo hasta los detalles más nimios de las piedras con que chocaban sus zapatos; los otros parecían no darse cuenta ni del sol deslumbrador que los bañaba en luz. Uno de ellos -rubio, de tez encendida- miró con ojos azorados hacia donde estaba yo: la fuerza de su mirada producía dolor, como si hiriese. Luego siguieron por el camino del cementerio. Se me figuró, al verlos alejarse hacia allá, que aquellos cinco hombres llevaban a cuestas sus propios cadáveres, a cuestas hasta el borde de la tumba en que los iban a enterrar después de meterles en el cuerpo cinco o seis balas.


Martín Luis Guzmán (México,1887-1976).

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