Bajo la luz
matinal, el domador de fieras que acampaba con su circo en las afueras del
pueblo, observó al maniatado, que venía por el camino con la mirada reflexiva
dirigida hacia el suelo. Vio que se detuvo y extendió la mano hacia algo. Dobló
las rodillas, extendió un brazo para mantener el equilibrio, levantó del suelo
con el otro una botella de vino vacía, se enderezó y la puso en alto. Se movía
con lentitud para evitar que la cuerda lo volviera a cortar, pero al dueño del
circo le parecía una constricción voluntaria de una gran velocidad. La gracia
inconcebible de los movimientos lo fascinaron, y mientras el maniatado todavía
buscaba con la mirada una piedra con qué romper la botella para cortar la
cuerda con el gollete roto, el dueño del circo se acercó a él cruzando la
pradera. Ni los saltos de sus panteras
más jóvenes lo habían cautivado de tal manera. “¡He ahí al maniatado!”.
Ya sus primeros
movimientos provocaron tal aplauso que de la excitación se le subió la sangre a
las mejillas al domador de fieras apostado en la orilla de la arena. El
maniatado se irguió. Su propia sorpresa era siempre de nuevo la de un
cuadrúpedo que se levanta. Se arrodillaba, se ponía de pie, saltaba y hacía la
rueda. La admiración de los espectadores se debía al parecido con un ave que se
queda voluntariamente en la tierra y se limita a prepararse para el vuelo. Los
que iban, lo hacían por el maniatado: sus ejercicios de escolar, sus pasos y
saltos ridículos hicieron que se pudiera prescindir de los acróbatas. Su fama
creció de pueblo en pueblo, pero sus movimientos eran siempre los mismos, pocos
movimientos, en el fondo corrientes, los cuales tenía que practicar una y otra
vez de día dentro de la carpa en penumbra para conservar la ligereza dentro de
la atadura. Como se quedaba totalmente dentro de ella, se liberaba también de
ella, y como no lo encerraba, le daba alas y orientaba sus saltos, como los
golpes de ala de las aves de paso cuando emprenden el vuelo durante el calor del
verano y, titubeando, aun trazan pequeños círculos en el cielo.
Los niños de los
alrededores ya sólo jugaban “El Maniatado”. Se amarraban unos a otros, y una
vez la gente del circo encontró en una zanja a una niñita que estaba maniatada
hasta el cuello y no podía respirar. La liberaron, y esa noche el maniatado les
habló a los espectadores después de la función. Explicó brevemente que una
atadura que no permitía saltos, no tenía sentido. De ahí en adelante, también
hizo de payaso.
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