Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

jueves, 18 de junio de 2020

Epidemias: EL SEPULTURERO, de Rainer María Rilke

"Yo tenía un pequeño conejito blanco que era muy dócil y no podía estar nunca sin mí."

(Fragmento)

- ¿Y qué pasó después?

- Después se marchó, se marchó, ¿qué otra cosa habría podido hacer? Pero no creía en la muerte, sólo creía que las personas no pueden llegar unas a otras, ni los vivos ni los muertos. Y ésa es su miseria, no el hecho de que se mueran.

- Sí, eso ya lo sé, ya, que no se puede hacer nada -dijo Gita muy triste-. Yo tenía un pequeño conejito blanco, que era muy dócil y no podía estar nunca sin mí. Y se puso enfermo, se le hinchó el cuello y tenía dolores, igual que una persona. Y me miraba y me imploraba, me imploraba con sus pequeños ojos, él esperaba y creía que yo le ayudaría. Hasta que al final dejó de mirarme y se murió en mi pecho, como si estuviera solo, como a cien millas de mí.

- No hay que acostumbrar a los animales a las personas, Gita, tenlo en cuenta. Al hacerlo cargamos con una culpa, prometemos algo y no podemos cumplirlo. Nuestra parte en esta relación es un continuo fracaso. Y con las personas no es diferente, sólo que en ese caso ambos son siempre culpables, el uno por el otro. Y eso significa quererse: ser mutuamente culpables, nada más, Gita, nada más.

Llegó un día de agosto en el que las calles de la ciudad parecían en estado febril, pegajosas, temerosas, sin viento. El forastero estaba esperando a Gita a la puerta del cementerio, pálido y serio.- He tenido un mal sueño, Gita -le dijo-. Ve a casa y no regreses hasta que te haga saber que puedes volver. Me temo que tenga mucho que hacer ahora. Que te vaya bien.

Ella se arrojó a su pecho llorando. Y él la dejó llorar todo lo que quiso, y la siguió con la vista un buen rato mientras se alejaba. No se había equivocado; empezó a trabajar en firme. A diario salían dos o tres cortejos fúnebres, seguidos por muchos ciudadanos; eran entierros ricos y solemnes, en los que no se ahorraba ni en incienso ni en cánticos. Pero el desconocido sabía lo que aún nadie había dicho: que la peste estaba en la ciudad. Los días eran cada vez más calurosos e hirientes bajo aquel cielo mortal, y las noches llegaban y no refrescaban. Y el horror y el miedo se posaron sobre las manos de los que ejercían un oficio artesano, y en los corazones de los que amaban... y los paralizaron. Y el silencio reinaba en las casas, como en un gran día de fiesta, o como en mitad de la noche. Las iglesias estaban repletas de rostros desencajados. Y, de repente, las campanas empezaron a repicar, todas; se estreme- cieron, estallaron, como si unos animales salvajes hubieran trepado por la cuerda de la campana y no dejaran de morderla: así sonaban, sin sosiego.

En esos días horribles, el sepulturero era el único que trabajaba. Sus brazos se robustecieron con las grandes exigencias de su cargo, y hasta había en él cierta alegría, la alegría de su sangre, que se movía con más rapidez.

Rainer María Rilke
(Escritor en lengua alemana nacido en Praga y fallecido en Suiza, 1875-1926).

(Traducido al español por Isabel Hernández).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario