"Yo tenía un pequeño conejito blanco que era muy dócil y no podía estar nunca sin mí."
(Fragmento)
- ¿Y qué pasó después?
- Después se marchó, se marchó,
¿qué otra cosa habría podido hacer? Pero no creía en la muerte, sólo creía que
las personas no pueden llegar unas a otras, ni los vivos ni los muertos. Y ésa
es su miseria, no el hecho de que se mueran.
- Sí, eso ya lo sé, ya, que no se
puede hacer nada -dijo Gita muy triste-. Yo tenía un pequeño conejito blanco,
que era muy dócil y no podía estar nunca sin mí. Y se puso enfermo, se le
hinchó el cuello y tenía dolores, igual que una persona. Y me miraba y me
imploraba, me imploraba con sus pequeños ojos, él esperaba y creía que yo le
ayudaría. Hasta que al final dejó de mirarme y se murió en mi pecho, como si
estuviera solo, como a cien millas de mí.
- No hay que acostumbrar a los
animales a las personas, Gita, tenlo en cuenta. Al hacerlo cargamos con una
culpa, prometemos algo y no podemos cumplirlo. Nuestra parte en esta relación
es un continuo fracaso. Y con las personas no es diferente, sólo que en ese
caso ambos son siempre culpables, el uno por el otro. Y eso significa quererse:
ser mutuamente culpables, nada más, Gita, nada más.
Llegó un día de agosto en el
que las calles de la ciudad parecían en estado febril, pegajosas, temerosas,
sin viento. El forastero estaba esperando a Gita a la puerta del cementerio,
pálido y serio.- He tenido un mal sueño, Gita -le dijo-. Ve a casa y no
regreses hasta que te haga saber que puedes volver. Me temo que tenga mucho que
hacer ahora. Que te vaya bien.
Ella se arrojó a su pecho llorando. Y él la dejó
llorar todo lo que quiso, y la siguió con la vista un buen rato mientras se alejaba. No se había equivocado; empezó a trabajar en firme. A diario salían dos
o tres cortejos fúnebres, seguidos por muchos ciudadanos; eran entierros ricos
y solemnes, en los que no se ahorraba ni en incienso ni en cánticos. Pero el
desconocido sabía lo que aún nadie había dicho: que la peste estaba en la
ciudad. Los días eran cada vez más calurosos e hirientes bajo aquel cielo
mortal, y las noches llegaban y no refrescaban. Y el horror y el miedo se
posaron sobre las manos de los que ejercían un oficio artesano, y en los
corazones de los que amaban... y los paralizaron. Y el silencio reinaba en las
casas, como en un gran día de fiesta, o como en mitad de la noche. Las iglesias
estaban repletas de rostros desencajados. Y, de repente, las campanas empezaron
a repicar, todas; se estreme- cieron, estallaron, como si unos animales salvajes
hubieran trepado por la cuerda de la campana y no dejaran de morderla: así
sonaban, sin sosiego.
En esos días horribles, el sepulturero era el único que
trabajaba. Sus brazos se robustecieron con las grandes exigencias de su cargo,
y hasta había en él cierta alegría, la alegría de su sangre, que se movía con
más rapidez.
Rainer María Rilke
(Escritor en lengua alemana nacido en Praga y fallecido en Suiza, 1875-1926).
(Traducido al español por Isabel Hernández).
(Traducido al español por Isabel Hernández).
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