"... al no ser enterrados se convertían en una auténtica amenaza, (…) Los muertos expandían la peste."
Definición de epidemia:
"Enfermedad de naturaleza sociable y sin prejuicios."
Ambrose Bierce en El diccionario del diablo.
(Fragmento)
Apartó entonces la mirada y se dirigió de nuevo al
tronco del árbol en el que antes se había sentado, tratando de reírse de sus
impresiones primeras una vez supo que aquello que le había espantado el sueño
era un muerto. No volvió a sentarse, sin embargo, sino que siguió caminando,
entregándose de nuevo a sus pensamientos.
«Parece ser que nuestros ancestros de
Asia Central -se decía el joven oficial- no tenían la costumbre del
enterramiento. Es fácil comprender, pues, su horror ante los muertos, que al no
ser enterrados se convertían en una auténtica amenaza, en algo perfectamente
diabólico. Los muertos expandían la peste. Cuando la peste se cebaba en una
población había que evacuar a los niños, que así experimentaban una repulsión
no sólo física ante los cadáveres, pues eran éstos los culpables de que se
vieran obligados a dejar el lugar donde vivían… Pero creo que haría mejor
ocupándome de otras cosas y dejando a un lado estas reflexiones».
Se dispuso a hacerlo. Pensó en sus sargentos y recordó que un poco más allá del claro en donde se había sentado, en una zona más cubierta, lo relevaría de su guardia otro oficial cuando llegase el momento. Pero aún no se dirigiría a ese punto. Si lo hacía, se dijo, tendría la sensación de irse por el miedo que le inspiraba el cadáver, como si fuera él mismo uno de aquellos ancestros a los que había evocado. Es más, no tendría inconveniente en que el oficial al mando de los hombres de refresco le hiciera el relevo de la guardia allí mismo, cerca de donde estaba el cuerpo sin vida del soldado de la Confederación. Nadie podría decir que se había asustado al descubrir un cadáver en mitad de la noche. No era un cobarde y bajo ningún concepto consentiría que alguien pudiera pensarlo. Detestaba el ridículo. Así que volvió a sentarse en el mismo tronco, aún faltaba tiempo para el relevo de la guardia. Tenía que probarse, una vez más, su valor.
Se levantó entonces para dirigirse al cadáver. A medida que se acercaba lo miraba con bastante desprecio. El brazo derecho del cuerpo estaba oculto ahora por las sombras, pero se le veía bien la mano, junto a las raíces de un laurel. No parecía haberse producido cambio alguno en su posición, más allá de lo que pudiera sugerir el capricho de las sombras. Eso hizo que el oficial se sintiese más seguro de sí mismo, aunque no quería preguntarse el porqué de esa sensación. Tampoco quería preguntarse por qué no era capaz ahora de quitar sus ojos del muerto, atraído por una fascinación irresistible. Pero no podía hacer lo que hacen las mujeres: la necedad -o la sabiduría- de taparse la cara y mirar entre los dedos.
Byring sintió de repente un agudo dolor en su mano derecha. Apartó entonces los ojos del muerto para mirarse la mano y comprobó que la hebilla del cinturón del sable le había hecho una pequeña herida. Se descubrió entonces en una actitud extraña, como un gladiador dispuesto a rebanar el pescuezo a un contrario. Respiraba agitadamente y le rechinaban los dientes. Se recuperó pronto, sin embargo; sus músculos se relajaron y volvió a respirar con calma; incluso lamentó el incidente, más allá del dolor causado por la herida de la mano derecha. Incluso rio. ¡Por todos los cielos! ¿Qué sonido era ése, el de su risa, ante la presencia de un cadáver? ¿Cómo podía mostrarse tan diabólicamente sarcástico ante aquella evidencia incontestable de la podredumbre humana? ¿A qué venía olvidar el respeto debido a los muertos?
Se dispuso a hacerlo. Pensó en sus sargentos y recordó que un poco más allá del claro en donde se había sentado, en una zona más cubierta, lo relevaría de su guardia otro oficial cuando llegase el momento. Pero aún no se dirigiría a ese punto. Si lo hacía, se dijo, tendría la sensación de irse por el miedo que le inspiraba el cadáver, como si fuera él mismo uno de aquellos ancestros a los que había evocado. Es más, no tendría inconveniente en que el oficial al mando de los hombres de refresco le hiciera el relevo de la guardia allí mismo, cerca de donde estaba el cuerpo sin vida del soldado de la Confederación. Nadie podría decir que se había asustado al descubrir un cadáver en mitad de la noche. No era un cobarde y bajo ningún concepto consentiría que alguien pudiera pensarlo. Detestaba el ridículo. Así que volvió a sentarse en el mismo tronco, aún faltaba tiempo para el relevo de la guardia. Tenía que probarse, una vez más, su valor.
Se levantó entonces para dirigirse al cadáver. A medida que se acercaba lo miraba con bastante desprecio. El brazo derecho del cuerpo estaba oculto ahora por las sombras, pero se le veía bien la mano, junto a las raíces de un laurel. No parecía haberse producido cambio alguno en su posición, más allá de lo que pudiera sugerir el capricho de las sombras. Eso hizo que el oficial se sintiese más seguro de sí mismo, aunque no quería preguntarse el porqué de esa sensación. Tampoco quería preguntarse por qué no era capaz ahora de quitar sus ojos del muerto, atraído por una fascinación irresistible. Pero no podía hacer lo que hacen las mujeres: la necedad -o la sabiduría- de taparse la cara y mirar entre los dedos.
Byring sintió de repente un agudo dolor en su mano derecha. Apartó entonces los ojos del muerto para mirarse la mano y comprobó que la hebilla del cinturón del sable le había hecho una pequeña herida. Se descubrió entonces en una actitud extraña, como un gladiador dispuesto a rebanar el pescuezo a un contrario. Respiraba agitadamente y le rechinaban los dientes. Se recuperó pronto, sin embargo; sus músculos se relajaron y volvió a respirar con calma; incluso lamentó el incidente, más allá del dolor causado por la herida de la mano derecha. Incluso rio. ¡Por todos los cielos! ¿Qué sonido era ése, el de su risa, ante la presencia de un cadáver? ¿Cómo podía mostrarse tan diabólicamente sarcástico ante aquella evidencia incontestable de la podredumbre humana? ¿A qué venía olvidar el respeto debido a los muertos?
Se
miró de arriba abajo, como si le fuese imposible reconocer su propia risa.
Ambrose Bierce (Estadounidense fallecido en México, 1842-1914).
(Traducido al español por José Luis Moreno Ruiz).
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