"... aquella riqueza de color y perfume no aliviaba la suerte de las pupilas Lowood: sólo servía para engalanar las tapas de sus ataúdes."
(Fragmento del capítulo IX)
El profundo bosque en que Lowood estaba situado era,
con sus aguas estancadas y su humedad, un foco de infecciones, cuando empezó la
primavera, el tifus penetró en los dormitorios y en los cuartos de estudio
donde nos apiñábamos; y, en mayo, el colegio estaba convertido en un
hospital.
La casi extenuación física originada por la escasez de alimentos, los
fríos sufridos, el descuido, la escasa higiene, habían predispuesto a todas a
la infección y cincuenta de las ochenta alumnas tuvieron que guardar cama. Las
clases se suspendieron, la disciplina se relajó. Las pocas que no enfermamos
gozábamos de libertad casi ilimitada. Los médicos habían prescrito ejercicio al
aire libre para conservar la salud, y aun sin tal prescripción hubiéramos
estado en libertad por falta de personal suficiente para vigilarnos. Miss
Temple pasaba el día en el dormitorio de las enfermas y sólo lo abandonaba por
la noche para descansar algunas horas. Las profesoras estaban ocupadas con los
preparativos de la marcha de las afortunadas muchachas que tenían parientes que
podían sacarlas de allí para evitar el contagio. Muchas, casi todas, sólo
salieron del colegio para ir a morir a sus casas; otras fallecieron en Lowood y
fueron enterradas rápidamente y sin aparato. La naturaleza de la epidemia no
consentía dilaciones.
Mientras la desgracia se había convertido en huésped
permanente de Lowood y la muerte en su frecuente visitante, mientras entre sus
muros todo era sombrío y terrible, mientras los cuartos y los pasillos hedían a
hospital, y drogas y medicamentos luchaban en vano contra la oleada de
mortalidad, afuera, mayo brillaba más bello que nunca en las colinas y en los
bosques que nos rodeaban. Crecían en el jardín las plantas de malva altas como
árboles; se abrían las lilas; rosas y tulipanes estaban en capullo y se
multiplicaban las margaritas. Pero toda aquella riqueza de color y perfume no
aliviaba la suerte de las pupilas de Lowood: sólo servía para engalanar las
tapas de sus ataúdes.
Charlotte Brontë (Inglaterra, 1816-1855).
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