"... le avisara cuando hubiera ya luz suficiente para que alguien que gozara del don de la vista fuese capaz de hallar el camino hasta la ciudad."
(Fragmento del capítulo 9: Las autoridades)
No
tengo intención de relatar todos los paseos de año nuevo en que visité a las
autoridades acompañando a Hogensen, en los días en que yo aún usaba pantalones
cortos, sino que me limitaré a contar un par de cosas sobre la primera de tales
ocasiones, pues aunque aquella visita es en realidad muy parecida
a las que haríamos posteriormente con idéntico propósito, le asiste el
beneficio de la novedad.
Supongo
que tendría unos seis años de edad cuando me mandaron por primera vez a hacer
de lazarillo del Capitán Hogensen en su visita a aquella gente, con la
intención de expresarles sus mejores votos de que Dios estuviera siempre con
ellos durante todo el año siguiente. He de señalar de antemano que aquel paseo
a ver a las autoridades no es memorable, en absoluto, porque en el transcurso
de tal expedición se me revelaran las glorias del mundo, sino que lo recuerdo
ahora porque no deja de proporcionar un tono algo inesperado a la historia que
aquí estoy relatando.
Empezaré
contando que el Capitán Hogensen, en primer lugar, hace que le corte el pelo un
buen hombre a quien se consideraba habilidoso en tales menesteres; además, le
retocó la barba para que se pareciera lo más posible al Rey Cristian IX. El
capitán se despertaba en las tempranas horas de la madrugada del día de Año
Nuevo y se vestía sentado aún en la cama, despacio y
con gran cuidado, envuelto en la oscuridad que le había regalado nuestro Redentor,
y a la que no eran capaces de derrotar luz de candela ni luz de aceite, ni el
orto del mismo sol, ni cosa alguna que no fuera la luz de su propio espíritu.
Aunque
estuviera tan completamente ciego como puede llegar a estarlo persona alguna,
se bastaba él solo para sacar brillo a los botones de su uniforme. Si alguna
vez he visto oro de verdad, era el de aquellos botones. Cuando los demás se
levantaban de la cama en la mañana del Año Nuevo, el capitán estaba ya sentado
en su cama, muy estirado, con su uniforme azul de la marina de guerra y sus
botones de oro, esperando. La visera del quepis resplandecía como un espejo. No
podía dar crédito a sus oídos cuando le decíamos que por las ventanas estaba empezando
a asomar el primer débil resplandor del amanecer, y pedía a su joven
acompañante que se acercara a él y le avisara cuando hubiera ya luz suficiente
para que alguien que gozara del don de la vista fuese capaz de hallar el camino
hasta la ciudad.
Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998).
Obtuvo el premio Nobel en 1955.
(Traducido al español por Enrique Bernárdez).
La ilustración corresponde a Reykjavik a principios del siglo XX,
cuando acontece la acción de la novela. La fotografía es de Egill Jacobsen.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario