"Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde (...) Martine estaba dormida."
(Fragmento del capítulo 10)
Y sin embargo, yo no sabía nada, no preveía nada.
Dispuse de unos segundos para dar media vuelta. También ella tuvo tiempo de
escapar a su destino, de escapar de mí. Veo su nuca en el momento en que encendí la
luz eléctrica, su nuca, igual que el primer día ante la ventanilla de Nantes,
con unos pelillos sueltos.
- ¿Te acuestas enseguida? Dije que sí. ¿Qué nos
pasaba aquella noche y por qué tantas cosas nos subían a la garganta? Le
preparé su vaso de leche. Cada noche, en la cama, después de hacer el amor, ella
bebía un vaso de leche. Lo bebió aquella noche, la noche del domingo 3 de
septiembre. Lo que significa que hicimos el amor, que ella tuvo tiempo después
para -sentada en la cama- beber a sorbitos su vaso de leche. Yo no le había
pegado. Había echado fuera los fantasmas.
- Buenas noches, Charles.
- Buenas
noches, Martine.
Su cabeza se acomodó en el hueco de mi hombro y dio un
suspiro, el suspiro de todas las noches; murmuró, como siempre, antes de
dormirse:
- No es cristiano...
Entonces acudieron los fantasmas, los más feos,
los más inmundos, y era demasiado tarde -ellos lo sabían- para que yo pudiera
defenderme. Martine estaba dormida. O bien, hacía como quien duerme, para
apaciguarme. Mi mano, lentamente, subió a lo largo de su cadera, acariciando la
piel suave, su piel tan suave, y siguió la curva de la cintura, deteniéndose al
pasar sobre la firme dulzura de un pecho. Imágenes, más imágenes, otras manos,
otras caricias... La redondez del hombro donde la piel es más lisa, luego un
hueco tibio, el cuello... Yo sabía que era demasiado tarde. Todos los fantasmas
estaban allí, la otra Martine estaba allí, aquella a quien ensuciaron todos, la
que se había dejado ensuciar con una especie de frenesí. ¿Acaso mi Martine, la
mía, la que reía tan inocentemente aquella mañana con la criada, tenía que
sufrir eternamente? ¿Tendríamos que sufrir los dos hasta el final de nuestros
días? ¿No sería mejor liberarnos, liberarla a ella de todos sus miedos, de toda
su vergüenza? No estaba oscuro. Nunca estaba del todo oscuro en nuestro cuarto
de Issy, porque sólo una cortina de lienzo pardo tapaba las ventanas y enfrente
había una farola de gas. Podía verla. La estaba viendo. Veía mi mano alrededor
de su cuello y apreté, señor juez, brutalmente, vi abrirse sus ojos, vi su
primera mirada que era una mirada de espanto y luego, enseguida, otra, una
mirada de resignación y de liberación, una mirada de amor. Apreté. Eran mis
dedos los que apretaban. No podía hacer otra cosa. Le gritaba:
- Perdóname,
Martine...
Y sentía que ella me animaba a seguir, que lo quería así, que
siempre había previsto aquel momento, que era la única manera de arreglar las
cosas. Había que matar a la otra de una vez por todas, para que mi Martine
pudiese al fin vivir. Maté a la otra. Con todo conocimiento de causa. Ya ve
usted que hubo premeditación, tiene que haber premeditación, si no, sería un
gesto absurdo. La maté para que viviese, y nuestras miradas continuaron
abrazándose hasta el final. Hasta el final, señor juez. Tras lo cual, nuestra
inmovilidad era semejante en ambos. Mi mano seguía aferrada a su cuello, y
permaneció así mucho tiempo. Le cerré los ojos. Los besé. Me levanté,
titubeante, y no sé lo que hubiera hecho si no hubiese oído el ruido de una
llave en la cerradura. Era Elise, que entraba en casa. Ya la oyó usted, a la
vez en la audiencia y en su gabinete. No hizo más que repetir:
- El señor estaba
muy tranquilo, pero no parecía un hombre normal.
Georges Simenon
(Belga fallecido en Suiza, 1903-1989).
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