Vancouver: atardecer en la bahía al final de la primavera. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 29 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: EL CONFORMIS- TA, de Alberto Moravia

"... se volvió para mirar a Giulia tendida en la cama. Estaba desnuda y dormía."

Segunda parte

(Fragmento inicial del capítulo II)

Apenas le pareció que Giulia se había adormecido, Marcello se levantó de la cama, se puso de pie y empezó a vestirse. La habitación estaba inmersa en una penumbra fresca y transparente, que permitía adivinar la bella luz de junio en el cielo y sobre el mar. Era una habitación de hotel en la Riviera, alta y blanca, decorada con estucos azules en forma de flores, tallos y hojas, con muebles de madera clara del mismo estilo floreal que los estucos y, en un rincón, una gran palmera verde. Cuando estuvo vestido, se dirigió, de puntillas, hacia las persianas, las corrió un poco y miró hacia el exterior. Inmediatamente vio el mar, enorme y sonriente, que parecía más vasto por la perfecta claridad del horizonte, de un azul casi violeta, y en el que una ligera brisa parecía encender en cada ola diminutas flores brillantes de luz solar. Marcello transfirió su mirada del mar al paseo: Estaba desierto, no había nadie sentado en los bancos dispuestos cara al mar, a la sombra de las palmeras; nadie caminaba sobre el asfalto gris y terso. Tras contemplar largamente aquel cuadro, corrió las persianas y se volvió para mirar a Giulia, tendida en la cama. Estaba desnuda y dormía. La posición del cuerpo, reclinado de lado, ponía de relieve la redondez pálida y amplia de la cadera, cuyo tronco, como el tallo de una planta marchitada en un recipiente, parecía pender fláccido y sin vida. La espalda y las caderas -como Marcello sabía muy bien- eran las únicas partes sólidas y tensas de aquel cuerpo. En la otra parte, invisible, pero presente en su memoria, estaba la morbidez de su vientre, que rebosaba en suaves pliegues sobre la cama, y de sus senos, inclinados por el peso y uno sobre el otro. La cabeza, oculta tras los hombros, no se veía. Y Marcello, al recordar que había poseído a su mujer hacía sólo unos minutos, tuvo por un momento la sensación de estar mirando no a una persona, sino a una máquina de carne, bella y amable, pero brutal, hecha para el amor y sólo para el amor. Como arrancada del sueño por sus implacables miradas, ella se movió de pronto, suspiró profundamente y dijo con voz clara:

- Marcello.

Él se acercó solícito y respondió con afecto:

- Estoy aquí.

La vio volverse, transfiriendo de una parte a otra aquel peso de carne femenina, levantar los brazos a ciegas y ceñirlo por la cintura. Luego, con el rostro ofuscado por los cabellos, en una fricción lenta y tenaz de la nariz y de la boca, le buscó las ingles. Se las besó con una especie de humilde y apasionado fetichismo, permaneció un momento inmóvil abrazada a él y luego se derrumbó de nuevo sobre la cama, vencida por el sueño y con el rostro envuelto en los cabellos. Había vuelto a quedarse dormida en la misma posición de antes, sólo que había cambiado de lado y ahora dormía sobre el costado izquierdo en vez de sobre el derecho. Marcello cogió la americana de la percha, se dirigió, de puntillas, hacia la puerta, y salió al pasillo.

Bajó la amplia y sonora escalera, cruzó el umbral del hotel y salió al paseo. El sol, reverberado por el mar en miríadas de puntitos luminosos, lo deslumbró por un momento. Cerró los ojos, y entonces, como reclamado por la oscuridad, hirió su olfato un intenso y acre olor de orina de caballo. Los coches estaban allí, tras el hotel, en una fila de tres o cuatro, protegidos bajo una franja de sombra, con los cocheros dormidos sobre los pescantes y los asientos cubiertos con fundas blancas.

Marcello se dirigió al primero de la fila, subió a él y dio en voz alta la dirección:

- Via dei Glicini.

Vio cómo el cochero le lanzaba una breve mirada significativa y luego, sin decir palabra, espoleaba al caballo con el látigo.

Alberto Moravia (Italia, 1907-1990).

(Traducido al español por Enrique Ortenbach García).

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