"¿... un cetáceo vea el mundo por un ojo diminuto y oiga el trueno por un oído más pequeño que el de una liebre?"
(Fragmento del capítulo LXXIV: La cabeza del cachalote, vista contrastada)
(Fragmento del capítulo LXXIV: La cabeza del cachalote, vista contrastada)
Será un antojo caprichoso, pero siempre me ha parecido
que las extraordinarias vacilaciones de movimiento mostradas por ciertos
cetáceos al ser atacados por tres o cuatro lanchas, y la timidez y la
propensión a extraños espantos, tan comunes en tales animales, todo ello, a mi
juicio, procede de la inevitable perplejidad de volición en que deben situarles
sus potencias separadas y diametralmente opuestas. Pero el oído del cetáceo es
por completo tan curioso como el ojo. Si no se ha tenido el menor trato con su especie,
se podrían seguir rastros en esas cabezas durante horas y horas sin descubrir
jamás tal órgano. El oído no tiene pabellón externo en absoluto, y en el propio
agujero apenas sería posible introducir una pluma de ave, de tan menudo como es. Está
asentado un poco detrás del ojo. Respecto a sus oídos, se ha de observar esta
importante diferencia entre el cachalote y la ballena franca: mientras el oído
de aquél tiene una abertura externa, el de ésta queda recubierto por completo y
de modo parejo por una membrana, de modo que desde fuera es del todo
inobser- vable.
¿No es curioso que un ser enorme como lo es un cetáceo
vea el mundo por un ojo diminuto y oiga el trueno por un oído que es más
pequeño que el de una liebre? Pero si sus ojos fueran tan anchos como las
lentes del gran telescopio de Herschel, y sus oídos fueran tan capaces como los
atrios de las catedrales ¿tendría por ello más capacidad de visión o sería más
agudo de oído? De ningún modo. Entonces ¿por qué tratar de «ensanchar» la
mente? Es mejor perfeccionarla.
Herman Melville (Estados Unidos, 1819-1891).
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