(Fragmento de Chertapkanof y Tredopuskin)
Salimos del matorral. Cerca de nosotros dos perros
ladraron, y entre la maleza corrió una liebre grande.
Tras ella se lanzaron los galgos. Luego llegó
Chertapkanof. Procuraba en vano dirigir la jauría. De su ancha boca escapaban
sonidos inarticulados e ininteligibles; se enfadaba con su cabalgadura y la
hartaba de latigazos. Los lebreles buscaban, la liebre torció camino y cruzó
como una flecha delante de Jermolai. Los perros salieron para otro lado.
- ¡Guarda: fuego! -gritó Chertapkanof.
Jermolai disparó el arma, la liebre rodó como una bola
sobre la gramilla seca; saltó un perro y la atrapó.
Chertapkanof, en un abrir y cerrar de ojos se apeó, y sacando
su puñal lo hundió hasta el mango en el cuerpo de la presa. Lanzó un grito de
victoria y se llenó de orgullo cuando vio llegar a Tredopuskin.
- Debiéramos privarnos de la caza en esta estación del
año -dije a Chertapkanof, señalándole un vecino campo de avena.
- Ese campo me pertenece -respondió con sequedad.
Le cortó las patas a la liebre y se la ató a la silla.
Y dijo a Jermolai:
- Según las leyes de la caza, te debo el tiro. En cuanto
a usted, señor -dijo recalcando cada sílaba-, le quedo agradecido.
(...)
Tikone Tredopuskin no podía, como su amigo,
enorgullecerse de su nacimiento. Su padre pertenecía al común y no adquirió la
nobleza sino al precio de cuarenta años de un servicio asiduo e irreprochable.
Pertenecía al número de esos hombres a quienes la mala suerte combate con una pertinacia
que parece odio personal.
Durante sesenta años tuvo que luchar contra todas las miserias
que son la herencia de la gente ínfima. Se debatía como un pez en el hielo;
vivía al día, nunca durmió su borrachera completa.
El pobre hombre pasó así una existencia de mártir y murió
en algo como un granero, sin dejar un solo céntimo a sus hijos. Luchó vanamente
contra la desgracia, como una liebre caída en la red; todos sus esfuerzos
lograban solamente que se enredase más en la malla.
Primer amor
(Fragmento inicial del capítulo XVIII)
Me levanté por la mañana con dolor de cabeza. Las
emociones de la víspera estaban lejanas. En su lugar vino una perplejidad
penosa y una tristeza que antes no había conocido. Era como si algo muriese en
mí.
-¿Por qué parece un conejo al que le han extraído la
mitad del cerebro? -me dijo al verme Lushin.
Aguas primaverales
(Fragmento del capítulo XXVI)
Después de tomar el café, ambos amigos -naturalmente, a
pie- se dirigieron hacia Hausen, aldehuela poco lejana de Frankfurt y rodeada
de bosques. Toda la cordillera de Taunus se veía desde allí como so estuviese al alcance
de la mano. El tiempo era magnífico: brillaba el sol y difundía su calor, pero
sin quemar; un viento fresco rumoreaba alegre entre el verde follaje; las
sombras de algunas nubecillas que se cernían en lo alto del cielo corrían sobre
la tierra como manchitas redondas, con un movimiento uniforme y rápido. Bien
pronto se hallaron los jóvenes fuera de la ciudad, y anduvieron con paso firme y
alegre por la carretera esmeradamente barrida. Al entrar en el bosque, dieron
mil vueltas por él; después almorzaron fuerte en una posada de aldea. Enseguida
subieron por la montaña, admirando el paisaje; echaron a rodar pedruscos por la
pendiente, haciendo palmas al verlos rebotar como conejos, con saltos
extravagantes y cómicos, hasta que un transeúnte, invisible para ellos, les
dirigía desde el camino de abajo denuestos con voz fuerte y sonora. Se tumbaron encima de un musgo corto y seco, de un color amarillo violáceo; bebieron
cerveza en otro figón, después, corrieron y saltaron a cual más. Descubrieron
un eco y le dieron conversación; cantaron, gritaron, lucharon, rompieron ramas
de árboles, adornaron los sombreros con guirnaldas de helecho, y hasta acabaron
por bailar.
Iván Turguéniev (Ruso fallecido en Francia, 1818-1883).
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