(Fragmento del tomo I, capitulo III)
Vamos ahora a la casa de don Epitacio que hemos dejado
alborotada con los alarmantes gritos de: «Ladrones, ladrones», causados por una
molendera que casualmente salió al corral cuando estaba montado sobre la barda
Lorenzo, y se sorprendió al ver un bulto que se movía; de repente lo vio
desaparecer, y acto continuo oyó el estrépito de los adobes, por lo que azorada
corrió para adentro y cerró precipitada dando de gritos hasta llegar con la
noticia a la recámara de don Epitacio; quien comenzando a dormirse, en el
instante, muy asustado, se vistió, dejó encerradas en aquella pieza a la criada
y a su mujer, se puso unas pistolas en la cintura, tomó un mosquetón, y de
puntitas se salió para la sala. Después de escuchar con precaución, se aventuró
a abrir la puerta, y cual si fuera a cazar algún conejo, se dirigió para la
puerta de la trastienda con su arma preparada mirando para todos lados lleno de
pavor; no dejó de sorprenderle más encontrarse con la puerta abierta, y al
penetrar en la trastienda oír algunas voces extrañas; algún consuelo le dio el
diálogo que en ese instante se entabló.
(Fragmento del tomo I, capítulo XV)
Don Juan que había sabido que Camila le había dado
varios descolones al español don
Manuel, que trató en vano de burlarse de ella, por bullirlo le dijo:
- Y
usted, don Manuel, ¿qué opina de la ventura que mi amigo se ha encontrado en este escondido pueblo, en este
páramo?
- Basta
que el señor lo diga, y ustedes así lo juzguen para que no se dude; pero hay un dicho que dice que por el
sobre escrito, se saca la carta, y me parece muy difícil haber hallado tantos méritos y
bondades en este miserable pueblucho soterrado entre los bosques; es verdad que esa joven es muy avezada;
pero no pasa de la viveza del conejo.
No ha tenido educación, sociedad, y sin estos requisitos no es alhaja de tanto valor, como supone su futuro padre.
- Permítame
usted que le conteste -dijo el señor Garduño-, he dicho que es un tesoro y
alhaja de valor inestimable; ¿usted duda que tales cosas se hallen en un páramo,
en un miserable poblado? No hay cosa más apreciada que el oro y la plata, ¿y adónde
se encuentra ese tesoro?: en los páramos, en los desiertos, en las entrañas de los
cerros, en las profundidades de la tierra, y nada tiene de extraño que en un poblado
me haya encontrado lo que para mí es un tesoro. Lo mismo sucede con las alhajas,
cuanto más valiosas, tanto más es el trabajo en su adquisición, díganlo los pescadores
de perlas, los buscadores de brillantes, y pregúnteles ¿de dónde las sacan? En
fin, esta niña es un diamante sin pulir, que sin mayor trabajo lucirá haciendo opacar
sus brillantes luces a más de cuatro piedras falsas; si yo quiero dar a conocer
su valor, y que sea admirada, lo conseguiré sin sacrificio, podré presentarla
hecha una gran señora, y es más fácil que ésta imite sus maneras y maneje el
abanico, que aquélla tire el traje y empuñe el metlapil, aquélla sólo es un
mueble de lujo, carísimo e inútil, me entiende usted, señor don Manuel, ésta,
es el verdadero tesoro que yo buscaba, una mujer que en cualquiera situación
sea útil, no una carga onerosa que sólo sirva de estorbo.
(Fragmento del tomo II, Capítulo IX)
Un maestro herrero de confianza con los criados del
coronel, y él mismo improvisaron su maestranza en la cima del cerro de la
Culebra donde puso su depósito, y se dedicaron a desempaquetar las armas,
limpiarlas y ponerlas al corriente; en cuanto había listas algunas, se iba a los
pueblos, hacia que la autoridad citara en secreto a todos los hombres de bien que
le inspiraban confianza para el sitio más oculto, y allí reunidos les decía:
- Señores, ¿quieren ustedes defender el orden, y no
dejarse atropellar por los bandidos
- Sí, señor, contestaban, pero no tenemos armas, ni…
- Aquí están, a cada uno le regalo su fusil con seis
paradas de cartuchos y cien cápsulas de refacción, mírenlos flamantes y listos,
cada cual oculte el suyo donde le parezca, procuren subirse al cerro a ejercitarse, tirar a los conejos, a matar venados, para que cuando le apunten a
un bandido no se les vaya ni anden cerrando los ojos; desde este momento son
mis soldados, los fieles sostenedores de sus autoridades respectivas, y
la fuerza de Seguridad Pública que aquí restablezca el orden y la paz. No
tenemos cuartel, guardias ni ningún servicio que cause trastorno en nuestros
trabajos y atenciones.
Luis Gonzaga Inclán (México, 1816-1875).
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