(Fragmento)
A media mañana se comen unas naranjas y se echa un
trago; a las tres o las cuatro se recoge la gente a la casa y se devora con
apetito parte de la mortandad de la mañana; con el bocado en la boca, y con
todo el calor del sol, se vuelve a la caza, se cena, se sueña con la caza, hombres
y perros, y al día siguiente se repite la misma función.
Los escopetas y cazadores ejercitados matan, pero los
aficionados principiantes, o se sobrecogen a la salida del «bicho» y pierden el
momento favorable, o se mueven y hacen torcer de su camino los animales
maliciosos, o tiran por fin demasiado pronto, sin calcular el tiempo y la
distancia, el vuelo recto de la perdiz o torcido de la paloma; en una palabra,
no logran hacer dar a una liebre la vuelta «de campana».
Concluida la batida se suman las piezas, se reúnen las
tropas, se cruzan apuestas sobre el número de vencejos que matarán en el pueblo
el día siguiente; hay quien se atreve a matar con bala, de doce, nueve; se
suceden las burlas y los denuestos entre los peritos, y los pobres aficionados se
muerden los labios de despecho y se vuelven a la ciudad con una insolación o un
tabardillo, la piel tostada y con la perspectiva ante los ojos de los sarcasmos
y las chanzas de las damas que los esperan con impa- ciencia, para vengarse de la
soledad en que las ha dejado una diversión que por lo regular aborrecen, como
un rival que les roba sus víctimas y adoradores.
El cazador generalmente es infatigable; a la larga le
sucede siempre alguna avería, o pierde un ojo o un dedo, o se rompe un brazo, y
diariamente, por lo regular, se hiere y se estropea bregando entre la maleza;
el sol y el aire, el agua y el frío le combaten; los peligros le cercan; pero
todo ello es nada a sus ojos. Haya que matar y vamos viviendo. En eso se parece
al militar y al médico. Hay cierta felicidad en su vida envidiable aun para
aquellos que no comprenden todas sus delicias. Desnudo de ambición y de otras
pasiones mundanas, nada le impide satisfacer la suya, porque la afición a la
caza es como el amor, que donde está ha de dominar. Es como ciertas
enfermedades que se apoderan hasta de los huesos del enfermo; el cazador es
todo caza. Una puerta cerrada de golpe es un tiro para él; en medio de su
frenesí, su podenco mismo entre las matas es un zorro; un compañero que bulle
entre la jara es un ciervo, y el burro del ganadero, que corre espantado de los
tiros entre las encinas, recibe más de una vez una posta que se le dispara,
haciéndole los honores de jabalí. La escopeta es el amigo del cazador, amigo
hasta en faltarle alguna vez; su perro es su querida, su compañera, su mujer.
En cuanto a las ventajas, apelamos a todo cazador viudo. La verdad, ¿cuál
cuesta menos?, ¿cuál vale más?
Se entiende que estas circunstancias sólo corresponden
al verdadero cazador, al cazador de batida; de ninguna manera al cazador de
Madrid, que equipado de los pies a la cabeza de instrumentos de caza, seguido
de dos podencos y dos galgos, sale al amanecer del domingo por la puerta de
Atocha, con su hermosa escopeta debajo del brazo y su gorra de visera reluciente,
asusta a los gorriones de la pradera del Canal y se vuelve molido y sudado al
anochecer, después de haber tenido que comprar algún conejo y una caña de
alondras para
a casa
volver, como suele el conde
de Toledo, vencedor
Este simulacro de cazador le ha descrito ya mejor que
pudiera yo hacerlo mi antece- sor «el Curioso Parlante», y le dejaré por tanto
descansar sobre sus comprados laureles.
Después de haber sufrido a la intemperie ratos que
hubieran sido muy pesados a no haberlos aligerado la compañía del conde, y de
habernos ocupado seriamente unos cuantos días en matar aquellos animales, que
ni nos hacían daño ni nos estorbaban, ni podían oponernos resistencia (si bien
a mí me podía tocar muy poca parte de culpabilidad y de remordimiento), me
despedí de mi amigo, proponiéndome no volver a probar mis fuerzas en un
ejercicio para el cual sin duda no debo de haber nacido, y que reclamará, como
todas las habilidades del mundo, su poco de vocación, que yo no tengo, y su
mucho de perseverancia, de la que yo no me siento capaz.
Mariano José de Larra (España, 1809-1837).
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