Morro de Liebre estaba de pie a la entrada de la
aldea, en el lugar donde comienza la carretera, y abrazaba a un perro contra su
pecho. Arrastré a mi hermano del hombro y cruzamos la densa sombra de un viejo
albaricoquero para ir a examinar el animal que Morro de Liebre sostenía en sus
brazos.
Morro de Liebre sacudió al perro y lo obligó a gruñir.
- ¡Ven! ¡Mira esto!
Puso sus brazos bajo mi nariz: estaban cubiertos de
mordeduras en las que se mezclaban la sangre y los pelos del perro. También en
su pecho, así como en su cuello grueso y corto, se veían diversas mordeduras hinchadas
como granos.
- ¡Mira! -repitió Morro de Liebre dándose importancia.
- ¡Me habías prometido que iríamos juntos a cazar un
perro salvaje! ¡No tienes palabra! -exclamé, anonadado por la sorpresa y el pesar-.
¡Y fuiste solo!
- Te busqué, pero no te encontré... -replicó
precipitadamente Morro de Liebre.
(...)
"... se ganaba la vida con la caza del conejo del monte (...) y, los inviernos en que la nieve era abundante..."
No teníamos ningún mueble. Lo único que confería
cierta sensación de utilidad a nuestro humilde habitáculo era la escopeta de
caza de mi padre, cuyo cañón brillaba débilmente, lo mismo que la culata, que
gracias a su reflejo aceitoso parecía de auténtico acero y muy capaz de dejarte
el brazo dolorido con su retroceso una vez disparado el tiro. También había,
colgando en racimos de las vigas desnudas, pieles secas de comadreja, así como
toda clase de trampas. En efecto, mi padre se ganaba la vida con la caza del
conejo de monte, de las aves silvestres y, los inviernos en que la nieve era abundante,
del jabalí; también ponía trampas y llevaba al ayuntamiento de «la ciudad» las
pieles secas de las comadrejas que había atrapado.
(...)
De repente el soldado negro comenzó a gritar, me agarró de los hombros para levantarme y me arrastró hasta el centro de la bodega para que estuviera a la vista de quienes miraban por el tragaluz. Yo no entendía en absoluto los motivos que le llevaban a comportarse así. Innumerables pares de ojos contemplaban, desde lo alto de la abertura, mi humillación; tenía las orejas gachas, como un conejo. Si las pupilas negras de mi hermano humedecidas por las lágrimas hubieran estado allí, estoy seguro de que, de una dentellada, me habría cortado la lengua a causa de la vergüenza. Pero en la abertura del tragaluz sólo había una infinidad de ojos de adulto mirándome.
Kenzaburo Oé (Japón, 1935-2023). Obtuvo el premio Nobel en 1994.
Falleció el día de hoy en la ciudad de Tokio.
(Traducido del japonés por Yoonah Kim, con la colaboración de Joaquín Jordá).
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