"... una luz de sol otoñal que se vuelve pronto jugosa, acuosa y cristalina, como una manzana demasiado madura."
(Fragmento de la sexta parte: Alto en Moscú)
(Fragmento de la sexta parte: Alto en Moscú)
El doctor Zhivago trabajaba sentado
ante su antigua mesa de despacho, junto a la ventana de la sala de médicos, y
ante él había montones de diversos modelos de impresos. A veces, en ocasión de
bruscas inspiraciones, junto con sus notas médicas diarias redactaba su «Juego
de los hombres», especie de sombrío diario, o bien apuntes cotidianos,
compuesto de prosas y versos y de todo lo que le sugería su idea de que la
mitad de la humanidad había dejado de ser ella misma y no se sabía qué papel
representaba.
La sala de médicos, luminosa y
soleada, con las paredes pintadas de blanco, se bañaba a aquellas horas en la
luz dorada del sol de otoño, tan característico de los días que siguen a la
Asunción, cuando en la mañana crujen los primeros hielos, y los paros invernales
y las picazas revolotean por los bosquecillos multicolores y luminosos, cuyo
follaje comienza a clarear. En estos días el cielo alcanza una altura extrema
y, a través de la diáfana columna de aire que se yergue entre él y la tierra,
llega desde el norte un helado esplendor azul oscuro. Aumenta la visibilidad y
la audición de todas las cosas del mundo. Las distancias transmiten sus sonidos
con una sonoridad helada, precisa y distinta. Las lejanías se aclaran como si
descubrieran a los ojos, y para muchos años, toda la vida. No se podría
soportar esta rarefacción si no durase tan poco tiempo, si no llegara al final
de una corta jornada de otoño, en el umbral de un precoz crepúsculo.
Con esta luz se llenaba la sala, una
luz de sol otoñal que se vuelve pronto jugosa, acuosa y cristalina, como una
manzana demasiado madura.
El doctor, sentado junto a la
ventana, mojaba la pluma en el tintero, reflexionaba y escribía, mientras
afuera volaban muy cerca ciertos pájaros silenciosos. Sus tácitas sombras
proyectadas en la estancia cubrían las manos móviles del médico, la mesa con
los impresos, el pavimento y las paredes, y tácitamente desaparecían.
Boris Pasternak (Rusia, 1890-1960). Obtuvo el premio Nobel en 1958.
(Traducido al español por Fernando Gutiérrez).
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