Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

domingo, 21 de octubre de 2018

Otoño: BILLAR A LAS NUEVE Y MEDIA, de Heinrich Böll

"... sobre el vacío verde: un cielo estrellado, en el que sólo algunos puntos eran móviles como órbitas de cometas..."
 
(Fragmento inicial del capítulo 3)

Ya hacía tiempo que no jugaba según las reglas del juego, que no  hacía  series,  ni  acumulaba  puntos;  le  daba  a  una  bola,  unas  veces ligeramente,  otras  veces  con  fuerza,  aparentemente  sin  motivo  ni finalidad, y la bola, al rozar las otras dos, construía para él una  nueva figura geométrica sobre el vacío verde: un cielo estrellado, en el que sólo algunos puntos eran móviles como órbitas de cometas;  blanco sobre verde, rojo sobre verde, estelas que se iluminaban para  apagarse  enseguida;  débiles  ruidos  indicaban  el  ritmo  de  la  figura  construida: cinco  o  seis  veces,  cuando  la  bola  impulsada  rozaba  las bandas o las otras bolas; sólo unas pocas notas se destacaban de la  monotonía,  cristalinas  o  sordas;  las  líneas  del  torbellino estaban  todas  unidas  a  ángulos,  estaban  sometidas  a  leyes geométricas,  a  leyes  físicas:  la  energía  del  golpe  que  Fähmel  comunicaba  a  la  bola  por  medio  del  taco  y  un  poco  de  energía  de  frotación;  todo  obedecía  a  la medida;  se  grababa  en  el  cerebro;  impulsos que se dejaban transformar en figuras; ningún cuerpo, nada duradero, sólo elementos fluctuantes que se borraban con el rodar de las  bolas;  a  menudo,  Fähmel  se  pasaba  media  hora  jugando  con  una sola  bola:  blanco  sobre  verde,  estrella  única  en  el  firmamento; suave, queda, música sin melodía, pintura sin imagen; apenas color, sólo fórmula.
 
El  muchacho  pálido  vigilaba  la  puerta,  apoyado  contra  la  madera esmaltada  de  blanco,  las  manos  a  la  espalda,  las  piernas  cruzadas, vestido con el uniforme violeta del Prinz Heinrich.
 
- ¿No me cuenta nada hoy, doctor?
 
Fähmel  levantó  la  mirada,  dejó  el  taco,  sacó  un  cigarrillo,  lo encendió, miró a la calle, que estaba a la sombra de Sankt Severin. Aprendices, camiones, monjas: vida en la calle luz grisácea de otoño que la cortina de terciopelo color violeta reflejaba en tonalidades casi  argentinas;  en  marcados  por  cortinas  de  terciopelo, unos huéspedes rezagados desayunaban; en aquella luz, incluso los huevos pasados por agua tenían un aspecto vicioso; con aquella iluminación, incluso  los  rostros  de  decentísimas  amas  de  casa  parecían depravados.  Los  camareros  vestidos  de  frac,  con  mirada  de comprensión, parecían belzebús, enviados directos de  Asmodeo; y sin embargo, eran sólo inocentes afiliados al sindicato de la hotelería, que una vez terminado su trabajo leían ávidamente los artículos de fondo  del  periódico  de  su  partido;  pero  aquí  parecían  esconder  sus pezuñas  de  caballo  bajo  hábiles  construcciones  ortopédicas;  ¿no asomaba  un  par  de  pequeños  y  elegantes  cuernos  en  sus  frentes blancas,  encarnadas  y  amarillas?  En  los  azucareros  dorados,  el azúcar  no  parecía  azúcar;  aquí  se  producían  trans- formaciones,  el vino  no  era  vino,  el  pan  no  era  pan,  todo  recibía  una  luz  que  lo convertía en el ingrediente de misteriosos vicios; aquí se celebraba un culto; y  el nombre  de la  divinidad no se podía pronunciar, sólo se podía pensar.
 
 
Heinrich Böll (Alemania, 1917-1985). Obtuvo el premio Nobel en 1972.
 
(Traducido al español por Margarita Fontseré).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario