"... sobre el vacío verde: un cielo estrellado, en el que sólo algunos puntos eran móviles como órbitas de cometas..."
(Fragmento inicial del capítulo 3)
Ya hacía tiempo que no jugaba según las reglas del juego, que no hacía
series, ni acumulaba
puntos; le daba
a una bola,
unas veces ligeramente, otras
veces con fuerza,
aparentemente sin motivo
ni finalidad, y la bola, al rozar las otras dos, construía para él
una nueva figura geométrica sobre el
vacío verde: un cielo estrellado, en el
que sólo algunos puntos eran móviles como órbitas de cometas; blanco sobre verde, rojo sobre verde, estelas
que se iluminaban para apagarse enseguida;
débiles ruidos indicaban
el ritmo de
la figura construida: cinco o
seis veces, cuando la bola
impulsada rozaba las bandas o las otras bolas; sólo unas pocas
notas se destacaban de la monotonía,
cristalinas o sordas;
las líneas del
torbellino estaban todas unidas
a ángulos, estaban
sometidas a leyes geométricas, a
leyes físicas: la
energía del golpe
que Fähmel comunicaba
a la bola
por medio del
taco y un
poco de energía
de frotación; todo
obedecía a la medida;
se grababa en
el cerebro; impulsos que se dejaban transformar en
figuras; ningún cuerpo, nada duradero, sólo elementos fluctuantes que se
borraban con el rodar de las bolas; a
menudo, Fähmel se
pasaba media hora
jugando con una sola
bola: blanco sobre
verde, estrella única
en el firmamento; suave, queda, música sin melodía,
pintura sin imagen; apenas color, sólo fórmula.
El muchacho pálido
vigilaba la puerta,
apoyado contra la
madera esmaltada de blanco,
las manos a
la espalda, las
piernas cruzadas, vestido con el
uniforme violeta del Prinz Heinrich.
- ¿No me cuenta nada hoy, doctor?
Fähmel levantó la
mirada, dejó el
taco, sacó un
cigarrillo, lo encendió, miró a
la calle, que estaba a la sombra de Sankt Severin. Aprendices, camiones,
monjas: vida en la calle luz grisácea de otoño
que la cortina de terciopelo color violeta reflejaba en tonalidades
casi argentinas; en
marcados por cortinas
de terciopelo, unos huéspedes
rezagados desayunaban; en aquella luz, incluso los huevos pasados por agua
tenían un aspecto vicioso; con aquella iluminación, incluso los
rostros de decentísimas
amas de casa
parecían depravados. Los camareros
vestidos de frac,
con mirada de comprensión, parecían belzebús, enviados
directos de Asmodeo; y sin embargo, eran
sólo inocentes afiliados al sindicato de la hotelería, que una vez terminado su
trabajo leían ávidamente los artículos de fondo
del periódico de
su partido; pero
aquí parecían esconder
sus pezuñas de caballo
bajo hábiles construcciones ortopédicas;
¿no asomaba un par
de pequeños y
elegantes cuernos en
sus frentes blancas, encarnadas
y amarillas? En
los azucareros dorados,
el azúcar no parecía
azúcar; aquí se
producían trans- formaciones, el vino
no era vino,
el pan no
era pan, todo
recibía una luz
que lo convertía en el
ingrediente de misteriosos vicios; aquí se celebraba un culto; y el nombre
de la divinidad no se podía pronunciar,
sólo se podía pensar.
Heinrich Böll (Alemania, 1917-1985). Obtuvo el premio Nobel en 1972.
(Traducido al español por Margarita Fontseré).
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