"Las coloradas manzanas brillaban como bolas de marfil."
(Fragmento del capítulo III: Ada)
Después
del verano lluvioso vino un otoño resplandeciente. En los huertos abunda- ban las
frutas. Las coloradas manzanas brillaban como bolas de marfil. Algunos árboles
se revestían apresuradamente de su última y resplandeciente vestidura: color de
fuego, color de fruta, color de melón maduro, de naranja, de limón, de sabrosos
manjares y de carnes tostadas. Por todas partes brillaban en los bosques
leonados fulgores, y las diáfanas flores de cólquico semejaban en las praderas
llamitas de color de rosa.
En
la tarde de un domingo bajaba Cristóbal de una colina, andando a paso largo,
casi corriendo, impulsado por la pendiente. Iba cantando una frase cuyo ritmo
le asediaba desde el principio del paseo. Iba muy colorado, desabrochado,
moviendo los brazos y con mirar de loco, cuando en un recodo del camino se
halló bruscamente en presencia de una joven alta y rubia que, subida en una
tapia y tirando con todas sus fuerzas de una enorme rama de árbol, se hartaba
golosamente de moradas ciruelas. Quedaron igualmente sorprendidos. Ella le miró
asustada y con la boca llena; después soltó una carcajada. Él hizo otro tanto.
La joven era de agradable aspecto, con su cara redonda a la que servían de
marco sus cabellos rubios y algo rizados que formaban en torno suyo como un polvo
de sol; sus mejillas eran llenas y sonrosadas, sus ojos grandes y azules, su
nariz algo gruesa e impertinentemente respingada; su boca pequeña y muy
colorada, enseñaba unos dientes blancos, fuertes y algo salientes, su barba era
deliciosa y toda su persona alta, gruesa, bien formada y robusta. Él le gritó:
- ¡Buen provecho!
Romain Rolland (Francia, 1866-1944). Obtuvo el premio Nobel en 1915.
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