Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

jueves, 25 de mayo de 2023

Tampico: TAMPICO (antes PESADI- LLA) y EL REGRESO, de Juan Guzmán Cruchaga


Tampico

(Fragmentos)

El servicio que don Alamiro se había dignado hacerme, gracias a la ayuda eficaz de Félix Nieto, no era en realidad tan apreciable como parecía a primera vista. Mi consulado no valía un comino. Mi sueldo dependía de los derechos consulares y pasaban los días eternos y las noches horribles y no se divisaba la esperanza de cobrar lo necesario para vivir.

Con la promesa de pagar por mensualidades compré algunos muebles para la oficina y para mi dormitorio modesto en los arrabales de la ciudad, en la calle «Jazmines». No comprendí jamás la razón de ese nombre porque mi pobre calle era fea como la más fea y triste callejuela, y toda su extensión de barro y petróleo estuvo siempre huérfana de flores.

(...)

El pago de mi rincón, el arriendo de la oficina, la cancelación de mi deuda (¡los muebles!) y mis gastos de hotel me obligaban a efectuar las más extrañas operaciones aritméticas, las transacciones más fantásticas y a vivir una vida de subterfugios, escondites, excusas, explicaciones y molestias insufribles. En Tampico no se podía vivir en aquellos tiempos con mis escasos recursos. Con la mayor economía era forzoso gastar más de doscientos dólares para sobrevivir. Recorriendo las calles, hondamente preocupado, descubrí un insignificante restaurante chino, sucio y oscuro. Sería necesario resignarse a utilizarlo. Para evitar que la gente del pueblo sorprendiera al «Cónsul» en tan desdichado establecimiento, suprimí el desayuno y el almuerzo. Sólo de cuando en cuando me permitía el lujo de entrar a medio día a ciertos hoteles «decentes» para comer un sandwich y tomar un «vaso de leche». Al anochecer, cuando la calle de «mi restaurante» estaba a oscuras me deslizaba, sigiloso y prudente, y entraba al maloliente comedor donde me servían un plato desabrido.

Pero, a pesar de todos mis sacrificios, mis cuentas andaban mal. Indudablemente, viviendo en esa forma miserable, había logrado disminuir mis gastos, pero no lo suficiente. Y no se podía hacer nada más, absolutamente nada más.

(...)

Mis diecinueve años tímidos y mi pobre experiencia de regalón no me habían enseñado aún ninguno de los recursos que me salvaron en el futuro. Vivía aplastado de problemas y cavilaciones en un clima hostil, bajo la llama blanca de un sol terrible, durante el día, y envuelto en nubes de mosquitos agresivos y guerrilleros en la noche.

Me acompañaba a veces Roberto Chávez, un muchacho de Veracruz, que por no ser de Tampico sentíase extranjero como yo, y se daba entre los conocidos un airecillo de importancia, adoptando a menudo actitudes teatrales de nonchalance o de saudade.

Nuestra vida humilde se debatía entre la inquietud y la desesperación. Respirábamos el aire cocido del trópico. No sabíamos qué hacer ni cómo vivir. En las pequeñas habitaciones nos aguardaban feroces los mosquitos y en las callejuelas nos asaltaba el sol canalla y desvergonzado. Buscábamos la sombra de los árboles. El aire inmóvil se hacía irrespirable. Los árboles quietos parecían de piedra. Íbamos a las orillas del Pánuco. Una brisa casi imperceptible salía a recibirnos. Nos sentábamos en el muelle.

- ¿Por qué no busca una novia, señor Cónsul?

- ¿Una novia? Tengo una novia en el Perú.

A Roberto le parecía elegante mi caso. ¡Tener una novia en otro país!

- ¿Le escribe?

- Cada diez o quince días.

Un largo silencio.

Regreso

(Fragmento)

¿Cómo se llamaba aquel excelente señor que trabajaba en la Huasteca Petroleum Co., aquel señor humano y generoso que apareció a mi lado en esos momentos y que, compadecido de mi abandono y de mi soledad, me ofreció su ayuda y consiguió embarcarme gratuitamente en uno de los vapores de la Compañía? ¿Morales? ¿Carlos? ¿Rafael? ¿Antonio? Innumerables veces he tratado de recordar su nombre y he querido enviarle una larga carta conmovedora y agradecida. Nunca lo hice. Tal vez no lo haré nunca. Quizá nunca sepa mi gratitud inolvidable.

Roberto Chávez me acompañó hasta el muelle. Al subir al barco me espetó un pequeño discurso, que seguramente había preparado con mucha anticipación. «Lamento, señor Cónsul, que mi tierra no haya sido para usted cordial del todo y espero que la próxima vez que nos visite lo reciba en ella la suerte con los brazos abiertos. Para que no nos olvide le traigo este pequeño presente».

¡El buen Roberto, ignorante de mis fervorosas supersticiones, me traía ópalos! Un ópalo rojo hermosísimo, uno azul y otro verde.

Se despidió luego de mí con un abrazo, los ojos humedecidos, un poco tembloroso. El pobre muchacho lamentaba de veras mi partida.

Cuando el barco se alejaba del muelle divisé por última vez su pequeña silueta cordial y clara que se curvaba en un saludo triste, correcto, bastante «diplomático». Él debe haberlo creído así.

Juan Guzmán Cruchaga (Chile, 1895-1979).

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