"... encontraba a Albertina dormida y no la despertaba. Tendida cuan larga era en una actitud de una naturalidad que no se podía inventar..."
5. La prisionera
(Fragmentos)
Por otra parte, no era sólo el mar al atardecer lo que
vivía para mí en Albertina, sino a veces el mar dormido en la arena las noches
de luna. Porque a veces, cuando me levantaba para ir a buscar un libro al
despacho de mi padre, mi amiga, que me había pedido permiso para echarse en la
cama mientras tanto, estaba tan cansada por la larga excursión de la mañana y
de la tarde, al aire libre, que, aunque yo hubiera pasado sólo un momento fuera
de mi cuarto, al volver encontraba a Albertina dormida y no la despertaba.
Tendida cuan larga era, en una actitud de una naturalidad que no se podía
inventar, me parecía como un tallo florido que alguien dejara allí; y así era:
el poder de soñar que yo sólo tenía en ausencia suya, volvía a encontrarlo en
aquellos momentos a su lado, como si, dormida, se hubiera convertido en una
planta. De este modo, su sueño realizaba, en cierta medida, la posibilidad del
amor: solo, podía pensar en ella, pero me faltaba ella, no la poseía; presente,
le hablaba, pero yo estaba demasiado ausente de mí mismo para poder pensar. Cuando
ella dormía, yo no tenía que hablar, sabía que ella no me miraba, ya no tenía
necesidad de vivir en la superficie de mí mismo.
(...)
"He pasado noches deliciosas (...) pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir."
He pasado noches deliciosas hablando, jugando con Albertina, pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir. Hablando, jugando a las cartas, tenía esa naturalidad que una actriz no hubiera podido imitar; pero la naturalidad que me ofrecía su sueño era más profunda, una naturalidad de segundo grado. Le caía el cabello a lo largo de su cara rosada y se posaba junto a ella en la cama, y a veces un mechón aislado y recto producía el mismo efecto de perspectiva que esos árboles lunares desmedrados y pálidos que vemos muy derechos en el fondo de los cuadros rafaelescos de Elstir. Si Albertina tenía los labios cerrados, en cambio, tal como yo estaba situado, sus párpados parecían tan disjuntos que yo hubiera podido preguntarme si estaba verdaderamente dormida. Pero aquellos párpados entornados daban a su rostro esa continuidad perfecta que los ojos no interrumpen. Hay rostros que adquieren una belleza y una majestad inhabituales a poco que les falte la mirada.
Yo contemplaba a Albertina tendida a mis pies. De
cuando en cuando la recorría una agitación ligera e inexplicable, como el
follaje que una brisa inesperada sacude unos instantes. Se tocaba el pelo, pero
no se contentaba con esto y volvía a llevarse la mano a la cabeza con
movimientos tan seguidos, tan voluntarios, que yo estaba convencido de que iba
a despertarse. Nada de eso: volvía a quedarse tranquila en el no perdido sueño.
Y permanecía inmóvil. Había posado la mano en el pecho con un abandono del
brazo tan ingenuamente pueril que, mirándola, me tenía que esforzar por no
sonreír con esa sonrisa que nos inspiran los niños pequeños, su inocencia, su
gracia.
(...)
Y de la misma manera que algunas personas alquilan por
cien francos diarios una habitación en el hotel de Balbec para respirar el aire
del mar, a mí me parecía muy natural gastar más por ella, puesto que tenía su
aliento junto a mi mejilla, en mi boca, que yo entreabría sobre la suya y a la
que, por mi lengua, pasaba su vida.
Pero a este placer de verla dormir, tan dulce como
sentirla vivir, le ponía fin otro placer: el de verla despertarse. Era, en un
grado más profundo y más misterioso, el placer mismo de que viviera en mi casa.
Sin duda me era dulce que a la tarde, cuando se apeaba del coche, entrara en mi
departamento. Y me era más dulce aún que, cuando, desde el fondo del sueño,
subía los últimos peldaños de la escalera de los sueños, fuera en mi cuarto
donde ella renacía a la conciencia y a la vida, que se preguntara un instante
«¿dónde estoy?», y al ver los objetos que la rodeaban, la lámpara cuyo
resplandor le hacía apenas entornar los ojos, pudiera contestarse que estaba en
su casa al darse cuenta de que se despertaba en la mía. En este primer momento
delicioso de incertidumbre, me parecía que tomaba posesión de ella más
completa, porque, cuando saliera, en lugar de entrar en su cuarto, era mi
cuarto, en cuanto Albertina lo reconociera, el que iba a albergarla, a contenerla,
sin que los ojos de mi amiga manifestaran ninguna turbación, permaneciendo tan
serenos como si no se hubiera dormido. La indecisión del despertar se revelaba
por su silencio, no por su mirada.
(...)
Oh, grandes
actitudes del Hombre y de la Mujer cuando se disponen a unir, en la inocencia de
los primeros días y con la humildad del barro, lo que la creación ha separado, cuando
Eva se queda sorprendida y sumisa ante el Hombre junto al cual se despierta,
como él mismo, solo todavía, ante Dios que le ha formado. Albertina anudaba sus
brazos tras su cabello negro, alzada la cadera, caída la pierna en una
inflexión de cuello de cisne que se alarga y se curva para volver sobre sí
mismo. Cuando estaba completamente de lado, había cierto aspecto de su rostro
(tan bueno y tan bello de frente) que yo no podía soportar, ganchudo como
ciertas caricaturas de Leonardo, pareciendo revelar la maldad, la codicia, la
bellaquería de una espía cuya presencia en mi casa me hubiera horrorizado y que
parecía desenmascarada por aquellos perfiles. Me apresuraba a coger la cara de
Albertina en mis manos y la volvía a poner de frente.
Marcel Proust (Francia, 1871-1922).
(Traducido al español por Consuelo Berges Rábago).
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