"... extendiendo una mano insegura hacia la cantante, quien ya se había quedado dormida sobre la mesa..."
(Fragmento del capítulo VI)
- Así vivimos nosotros todos los días, profesor. Y los
domingos todavía nos divertimos más.
Luego, sin transición, se echó a llorar con hondo
desconsuelo. A través de una difusa neblina, Basura la vio hundir la nariz
entre las manos apoyadas de plano sobre la mesa en tanto que la diadema de
piedras verdes se estremecía en sus cabellos, sacudida por los sollozos.
- Esto es sólo la superficie, alegre y brillante -gimió-.
Dentro quedan la pena y la miseria, la más triste miseria.
Siguió llorando largo rato. Basura se atormentaba
buscando una frase de consuelo. En eso apareció Kiepert y lo alzó de la silla,
declarándose dispuesto a acompañarle hasta la calle. Ya en la puerta, Basura
encontró la frase buscada. Se volvió, y exten- diendo una mano insegura hacia la
cantante, quien ya se había quedado dormida de bruces sobre la mesa, prometió
solemne:
- No se preocupe usted. Haré lo posible por sacarla
adelante.
Era aquella una frase que un profesor podía decir a un
alumno al que estimara, la víspera de un examen, o simplemente pensarla sin
decírsela. Pero Basura no la había dicho ni pensado nunca.
El súbdito
(Fragmento del capítulo VI)
Lo prometió. Al mismo tiempo se sonrojó, porque le habría gustado saber por quién temía Emmi, si por él o por el teniente. Se habría sentido celoso si fuera el otro, pero reprimió la pregunta. Responderla podría haber resultado embarazoso para él y salió casi de puntillas de la habitación.
Ordenó a las dos mujeres, que aún esperaban en el piso de abajo, que
se fueran a la cama. Sólo después de un rato, al ver que Guste se había quedado
profundamente dormida, se acostó al lado de ella. Necesitaba sopesar cómo se presentaría al día siguiente ante el teniente.
¡Naturalmente, había que impresionarlo! ¡No admitir absolutamente ninguna duda
sobre la solución de todo aquel asunto!… Pero en lugar de su propia figura
imponente, Dietrich veía una y otra vez en su imaginación a un hombre bajo y
grueso con ojos pálidos y preocupados que rogaba, bullía de furia y finalmente
se desmoronaba por completo: el señor Göppel, el padre de Agnes Göppel. Diederich vislumbraba ahora, con el alma aterrada, cómo debió sentirse el padre de Agnes en aquella
ocasión. «Tú no lo entiendes», le había dicho Emmi. Pero lo comprendía, porque alguna vez él mismo lo había hecho.
Heinrich Mann
(Alemán fallecido en Estados Unidos, 1871-1950).
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