jueves, 22 de febrero de 2024

Mirándolas dormir: EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO, de Marcel Proust

"... encontraba a Albertina dormida y no la despertaba. Tendida cuan larga era en una actitud de una naturalidad que no se podía inventar..."

5. La prisionera

(Fragmentos)

Por otra parte, no era sólo el mar al atardecer lo que vivía para mí en Albertina, sino a veces el mar dormido en la arena las noches de luna. Porque a veces, cuando me levantaba para ir a buscar un libro al despacho de mi padre, mi amiga, que me había pedido permiso para echarse en la cama mientras tanto, estaba tan cansada por la larga excursión de la mañana y de la tarde, al aire libre, que, aunque yo hubiera pasado sólo un momento fuera de mi cuarto, al volver encontraba a Albertina dormida y no la despertaba. Tendida cuan larga era, en una actitud de una naturalidad que no se podía inventar, me parecía como un tallo florido que alguien dejara allí; y así era: el poder de soñar que yo sólo tenía en ausencia suya, volvía a encontrarlo en aquellos momentos a su lado, como si, dormida, se hubiera convertido en una planta. De este modo, su sueño realizaba, en cierta medida, la posibilidad del amor: solo, podía pensar en ella, pero me faltaba ella, no la poseía; presente, le hablaba, pero yo estaba demasiado ausente de mí mismo para poder pensar. Cuando ella dormía, yo no tenía que hablar, sabía que ella no me miraba, ya no tenía necesidad de vivir en la superficie de mí mismo.
(...)

"He pasado noches deliciosas (...) pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir."

He pasado noches deliciosas hablando, jugando con Albertina, pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir. Hablando, jugando a las cartas, tenía esa naturalidad que una actriz no hubiera podido imitar; pero la naturalidad que me ofrecía su sueño era más profunda, una naturalidad de segundo grado. Le caía el cabello a lo largo de su cara rosada
y se posaba junto a ella en la cama, y a veces un mechón aislado y recto producía el mismo efecto de perspectiva que esos árboles lunares desmedrados y pálidos que vemos muy derechos en el fondo de los cuadros rafaelescos de Elstir. Si Albertina tenía los labios cerrados, en cambio, tal como yo estaba situado, sus párpados parecían tan disjuntos que yo hubiera podido preguntarme si estaba verdaderamente dormida. Pero aquellos párpados entornados daban a su rostro esa continuidad perfecta que los ojos no interrumpen. Hay rostros que adquieren una belleza y una majestad inhabituales a poco que les falte la mirada.

Yo contemplaba a Albertina tendida a mis pies. De cuando en cuando la recorría una agitación ligera e inexplicable, como el follaje que una brisa inesperada sacude unos instantes. Se tocaba el pelo, pero no se contentaba con esto y volvía a llevarse la mano a la cabeza con movimientos tan seguidos, tan voluntarios, que yo estaba convencido de que iba a despertarse. Nada de eso: volvía a quedarse tranquila en el no perdido sueño. Y permanecía inmóvil. Había posado la mano en el pecho con un abandono del brazo tan ingenuamente pueril que, mirándola, me tenía que esforzar por no sonreír con esa sonrisa que nos inspiran los niños pequeños, su inocencia, su gracia.
(...)

"Pero a este placer de verla dormir, tan dulce como sentirla vivir..."

A veces, cuando Albertina tenía demasiado calor, y ya casi dormida, se quitaba el quimono y lo echaba en una butaca. Mientras ella dormía, yo pensaba que todas sus cartas estaban en el bolsillo interior de aquel quimono, donde las ponía siempre. Una firma, una cita hubiera bastado para probar una mentira o disipar una sospecha. Cuando veía a Albertina profundamente dormida, me apartaba del pie de su cama, donde llevaba mucho tiempo contemplándola sin hacer un movimiento, y aventuraba un paso, presa de una ardiente curiosidad, sintiendo el secreto de aquella vida que se ofrecía, desmayada y sin defensa, en una butaca. Quizá daba aquel paso también porque mirar dormir sin movernos acaba por cansarnos. Y así, muy despacito, volviéndome continuamente para ver si no se despertaba Albertina, iba hasta la butaca. Allí me paraba, me quedaba mucho tiempo mirando el quimono como me había quedado mucho tiempo mirando a Albertina. Pero nunca (y quizá hice mal) toqué el quimono, nunca metí la mano en el bolsillo, nunca miré las cartas. Viendo que no me decidiría, acababa por retroceder a paso de lobo, volvía junto a la cama de Albertina y a mirarla dormir, a ella que no me decía nada, cuando yo estaba viendo sobre el brazo de la butaca aquel quimono que acaso me hubiera dicho muchas cosas.

Y de la misma manera que algunas personas alquilan por cien francos diarios una habitación en el hotel de Balbec para respirar el aire del mar, a mí me parecía muy natural gastar más por ella, puesto que tenía su aliento junto a mi mejilla, en mi boca, que yo entreabría sobre la suya y a la que, por mi lengua, pasaba su vida.

Pero a este placer de verla dormir, tan dulce como sentirla vivir, le ponía fin otro placer: el de verla despertarse. Era, en un grado más profundo y más misterioso, el placer mismo de que viviera en mi casa. Sin duda me era dulce que a la tarde, cuando se apeaba del coche, entrara en mi departamento. Y me era más dulce aún que, cuando, desde el fondo del sueño, subía los últimos peldaños de la escalera de los sueños, fuera en mi cuarto donde ella renacía a la conciencia y a la vida, que se preguntara un instante «¿dónde estoy?», y al ver los objetos que la rodeaban, la lámpara cuyo resplandor le hacía apenas entornar los ojos, pudiera contestarse que estaba en su casa al darse cuenta de que se despertaba en la mía. En este primer momento delicioso de incertidumbre, me parecía que tomaba posesión de ella más completa, porque, cuando saliera, en lugar de entrar en su cuarto, era mi cuarto, en cuanto Albertina lo reconociera, el que iba a albergarla, a contenerla, sin que los ojos de mi amiga manifestaran ninguna turbación, permaneciendo tan serenos como si no se hubiera dormido. La indecisión del despertar se revelaba por su silencio, no por su mirada.
(...)


Antes de que Albertina me obedeciera y se quitara los zapatos, yo le entreabría la blusa. Sus dos pequeños senos, altos, eran tan redondos que, más que parte integrante de su cuerpo, parecían haber madurado en él como dos frutos; y su vientre (disimulando el lugar que en el hombre se afea como con el soporte que queda fijo en una estatua desalojada de su sitio) se cerraba, en la unión de los muslos, con dos valvas de una curva tan suave, tan serena, tan claustral como la del horizonte cuando se ha puesto el sol. Se quitaba los zapatos, se acostaba junto a mí.

Oh, grandes actitudes del Hombre y de la Mujer cuando se disponen a unir, en la inocencia de los primeros días y con la humildad del barro, lo que la creación ha separado, cuando Eva se queda sorprendida y sumisa ante el Hombre junto al cual se despierta, como él mismo, solo todavía, ante Dios que le ha formado. Albertina anudaba sus brazos tras su cabello negro, alzada la cadera, caída la pierna en una inflexión de cuello de cisne que se alarga y se curva para volver sobre sí mismo. Cuando estaba completamente de lado, había cierto aspecto de su rostro (tan bueno y tan bello de frente) que yo no podía soportar, ganchudo como ciertas caricaturas de Leonardo, pareciendo revelar la maldad, la codicia, la bellaquería de una espía cuya presencia en mi casa me hubiera horrorizado y que parecía desenmascarada por aquellos perfiles. Me apresuraba a coger la cara de Albertina en mis manos y la volvía a poner de frente.

Marcel Proust (Francia, 1871-1922).

(Traducido al español por Consuelo Berges Rábago).

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