(Fragmento del capítulo 7)
Volví con el llavero al cuarto de estar y examiné el contenido
del escritorio. Encontré una caja fuerte en el cajón más profundo. Utilicé una
de las llaves para abrirla. Dentro sólo había una libreta encuadernada en piel
azul con un índice y muchas cosas escritas en clave; la letra inclinada era la
misma de la nota enviada al general Sternwood. Me guardé la libreta en el
bolsillo, limpié los sitios donde había tocado con los dedos la caja fuerte,
cerré los cajones del escritorio, me guardé las llaves, apagué el gas que daba realismo
a los falsos troncos de la chimenea, me puse la gabardina y traté de despertar
a la señorita Sternwood. No hubo manera. Le encasqueté el sombrero de ala
ancha, la envolví en su abrigo y la saqué hasta su coche. Luego volví a la
casa, apagué todas las luces, cerré la puerta principal, encontré las llaves
que mi dormida acompañante llevaba en el bolso y puse en marcha el Packard.
Descendi- mos colina abajo sin encender los faros. El trayecto hasta Alta Brea Crescent
fueron menos de diez minutos. Carmen los empleó en roncar y en echarme éter a
la cara. Imposible que me quitase la cabeza del hombro. Era la única solución
para evitar que acabara en mi regazo.
"Dormida de costado sin hacer ruido. Las rodillas dobladas. Demasiado inmóvil, me pareció."
El largo adiós
(Fragmento del capítulo 28)
Dormida de costado sin hacer ruido. Las rodillas
dobladas. Demasiado inmóvil, me pareció. Siempre se hace algo de ruido cuando
se duerme. Quizá no dormida, quizá sólo tratando de dormir. Si me acercase más
lo sabría. También podría caerme. Abrió un ojo, ¿o no fue así? ¿Me miró o no me
miró? No. Se habría incorporado y habría dicho: ¿No te encuentras bien, cariño?
No, no me encuentro bien, cariño. Pero que no te quite el sueño, cariño, porque
este malestar es mi malestar y no el tuyo, así que duerme con sosiego y
encantadoramente y sin recuerdos y sin que te lleguen mis babas ni se acerque a
ti nada que sea sombrío, gris y feo.
(Fragmento del capítulo 50)
Serví un poco más de champán en su copa y me reí de
ella. Linda se lo bebió despacio, luego se volvió del otro lado y apoyó la
cabeza en mis rodillas.
- Estoy cansada -dijo-. Esta vez tendrás que llevarme
en brazos. Al cabo de un rato se durmió.
Por la mañana aún seguía dormida cuando me levanté y
preparé el café. Me duché, me afeité y me vestí. Se despertó entonces.
Desayunamos juntos. Llamé un taxi y bajé los escalones de secuoya con su bolso
de viaje.
"Seguía profundamente dormida. Y roncaba (...) Después suspiró y cambió la cabeza de posición en la almohada."
Playback
(Fragmentos del capítulo 10)
- Sí,
sí -contestó-, pero no me importa nada.
- No es usted quien habla; es el somnífero.
Se desplomó hacia delante, pero logré sostenerla a
tiempo y la conduje hacia la cama. Se dejó caer de cualquier manera. Le quité
los zapatos y la tapé con una manta, arropándola bien. Se quedó dormida
inmediatamente. Empezó a roncar. Fui al cuarto de baño y, a tientas, encontré
un frasco de Nembutal en el estante. Estaba casi lleno. Había un letrero con el
número de la receta y una fecha. La fecha era de un mes antes, y la farmacia
era de Baltimore. Vacié el frasco de píldoras amarillas en mi mano y las conté.
Había cuarenta y siete y casi llenaban la botella. Cuando las toman para
suicidarse las toman todas, menos las que se caen al suelo, que casi siempre se
les cae alguna. Volví a meter las pastillas en el frasco y me metí éste en un
bolsillo. Volví a la habitación y contemplé a la chica. Hacía frío. Conecté el
radiador y lo ajusté a una temperatura no muy alta. Finalmente, abrí uno de los
ventanales y salí a la terraza. Hacía
tanto
frío como en el Polo Norte.
(...)
Seguía profundamente dormida. Y roncaba. Le rocé la
mejilla con la palma de la mano. Estaba húmeda. Se movió un poco y refunfuñó.
Después suspiró y cambió la cabeza de posición en la almohada. Nada de
estertores, ni estupor profundo, ni coma y, por tanto, nada de sobredosis. En
eso no me había engañado, no como en casi todo lo demás.
(Fragmento del capítulo 23)
- Pero
no había… quiero decir que seguramente fue un sueño.
- Señorita, usted vino aquí a las tres de la madrugada
en un estado de gran excitación. Me describió exactamente dónde estaba y qué
posición ocupaba en la silla de su terraza. Así que la acompañé y subí por la
escalera de incendios, con las infinitas precauciones por las que mi profesión
se ha hecho famosa. Ni rastro de Mitchell y, por si eso fuera poco, usted se
deja arrullar por una pastillita y se queda dormida en su camita.
- Siga con su actuación -me espetó con rabia-; ya veo
que le encanta. ¿Por qué no se encargó usted de arrullarme? De este modo no
habría necesitado un somnífero… quizá.
- Vayamos por partes, si no le molesta. Y lo primero
es que usted decía la verdad cuando llegó aquí. Mitchell estaba muerto en su
terraza. Pero alguien se llevó su cadáver mientras usted estaba aquí haciéndome
toda clase de proposiciones. Y alguien lo bajó a su coche, hizo sus maletas y también
las bajó. Todo esto requirió tiempo; requirió algo más que tiempo: un
importantísimo motivo. Ahora bien, ¿quién haría una cosa así… sólo para
ahorrarle el mal trago de notificar a la policía el hallazgo de un cadáver en
su terraza?
- ¡Oh, cállese! -apuró su copa y la dejó en la mesa-.
Estoy cansada. ¿Le importa que me acueste en su cama?
- Si se desnuda, no.
- De acuerdo… me desnudaré. Esto es lo que ha estado
persiguiendo, ¿verdad?
Raymond Chandler (Estados Unidos, 1888-1957).
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