"... la boca de una mujer elegante que mordisqueaba su lápiz labial, una boca roja, sencillamente tu boca..."
(Fragmento)
(Fragmento)
Caigo
entonces al fondo de mí mismo, me hundo y obtengo placer con los retornos
vertiginosos de la conciencia cuando dejo de respirar y me ahogo. La vida
desfila a toda velocidad, como un viejo filme vuelto a pegar, lleno de roturas,
de huecos, de escenas ridículas, de personajes al revés, con títulos pasados de
moda para detenerse de pronto sobre una sola imagen, que no es siempre la más
bella, pero que se vuelve luminosa a fuerza de atraer la atención.
Es
absurdo, pero así es.
Así,
durante este último viaje a Brasil, yo venía de disfrutar durante seis meses
del lujo, de la comodidad, de la publicidad, de la velocidad, de la
promiscuidad, del juego, de la inestabilidad, del buen humor, de la actualidad,
de las luces que ofrece en profusión y gratuitamente el ensamblaje científico
del mundo moderno, el día en que, abandonando mi pequeño Ford en la sabana,
descubrí esa picada a través de la selva virgen, ese sendero terrible
que habría de desembocar en una boca, una boca de mujer, no la boca de mi
pasión ataviada por la costurera del teatro, sino la boca de una mujer elegante
que mordisqueaba su lápiz labial, una boca roja, sencillamente tu boca,
Virginia.
A
propósito, ¿por qué partí, por qué dejé ese palacio de São Paulo desde donde
veía, por la ventana de mi cuarto, las idas y venidas de tres muchachitas por
el jardín? Ellas venían varias veces al día y a horas fijas a exponerse a mis
ojos bajo un enorme ficus blanco. Yo les mandaba besos. Ellas
reían, se sacudían, se abrazaban para burlarse de mí.
Me
irritaba.
Inclinado
en mi balcón, con el torso desnudo, atrapaba los golpes de sol para comunicarme
con ellas por los aires.
Les
hacía signos y las veía reírse, sin poder nunca dirigirles la palabra, ni
escuchar esa risa de jovencitas llegar hasta mí, separados como estábamos por
los ruidos de la ciudad, de los extractores que se vaciaban, la cadencia
multiplicada de los carpinteros, el bufido de las furgonetas, el rebato de los
martillos neumáticos, las descargas y tronidos de la maquinaria norteamericana
que explotaban y percutían en esa infernal nube de cascotes que envolvía
siempre el centro de São Paulo, en el que demolían incesantemente para
construir a razón de una casa por hora o de un rascacielos por día. En esta
ciudad proteica que desconoce la Liga del Silencio poseíamos los cuatro un
maravilloso secreto y nos amábamos, como se besa uno por teléfono, sin nunca
decirnos nada.
Blaise Cendrars: Frédéric-Louis Sauser
(Suizo nacionalizado francés, 1887-1961).
(Traducido al español por Armando Pinto).
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