Vancouver: atardecer de verano en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

lunes, 24 de junio de 2024

Mirándolas dormir: LA VENGANZA DE CÁNDIDO, de Ramón Rubín

"Más que prisa, empezaba ahora a sentir el temor de que volviese en sí del desmayo."

(
Fragmento)

Pasado un rato debió salir la luna por encima de las cumbres de la sierra, ya que un resplandor que venía de tras la cortina gris de las nubes aclaró algo la noche. No era una claridad extraordinaria. Pero, al menos, Cándido lograba ver ahora las cosas que tenía más cercanas, aunque sólo fuera como bultos, y distinguía más o menos confusos los contornos de aquella mujer. Gracias a ello pudo examinarle la pierna, que encontró quebrada dos veces, e ir al asno, despojarlo de la soga del cabestro y con ella y dos ramas que cortó de unos arbustos, entablillar muy rústicamente la extremidad maltrecha. Terminada esa operación se puso a acariciar las sienes de la mujer tratando de reanimarla. Y, de pronto, aquellas caricias despertaron en su pecho un ansia dormida… Más que prisa, empezaba ahora a sentir temor de que volviese en sí del desmayo. Iba notándose enervado por una extraña emoción sentimental que, poco a poco, le cedía el paso a cierta timorata ansiedad de la carne. Por su mente empezaba a desfilar, agresivo como una daga, el recuerdo de todos los insomnios originados en sus atormentadas inquietudes de célibe. Aunque desvanecida, tenía allí de carne y hueso y a su entera merced a la hembra de sus fantasías de caminante por veredas solitarias… Pero se trataba de algo que, con hallarse tan cerca y tan a su antojo, le infundía un respeto extraño y sobrecogido; algo muy distinto de todo lo imaginado y a lo cual nunca hubiera podido considerar con la misma desaprensión que le inspiraron aquellos dos fantasmas femeninos que, en el mesón del pueblo y en el potrero del viejo Canelas, habían constituido los únicos desahogos de una prepotencia sexual de veintiséis robustos años y servían aún de pretexto a la ilusión de nuevas aventuras. La noche iba aclarando paulatinamente y hasta la lluvia comenzaba a decrecer. Si bien algo revueltas aún, podía distinguir ya las facciones de la mujer. Y su atención se iba volviendo y quedando fija, atraída por una fuerza insuperable, en los labios húmedos, rojos y carnosos como el corazón de una pitaya que, contraídos por un gesto de dolor y agitados por un gemido intermitente, irradiaban una tentación imperiosa… Emergió de ese deslumbramiento cuando pudo notar que la dama volvía en sí. Entonces se retiró asustado, con la celeridad y el sobresalto de quien tiene la conciencia de hallarse a punto de perpetrar un crimen.

Ramón Rubín Rivas (México, 1912-1999).

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