(Fragmento)
Pasado un rato debió salir la luna por encima de las cumbres de la
sierra, ya que un resplandor que venía de tras la cortina gris de las nubes
aclaró algo la noche. No era una claridad extraordinaria. Pero, al menos,
Cándido lograba ver ahora las cosas que tenía más cercanas, aunque sólo fuera
como bultos, y distinguía más o menos confusos los contornos de aquella mujer.
Gracias a ello pudo examinarle la pierna, que encontró quebrada dos veces, e ir
al asno, despojarlo de la soga del cabestro y con ella y dos ramas que cortó de
unos arbustos, entablillar muy rústicamente la extremidad maltrecha. Terminada
esa operación se puso a acariciar las sienes de la mujer tratando de
reanimarla. Y, de pronto, aquellas caricias despertaron en su pecho un ansia
dormida… Más que prisa, empezaba ahora a sentir temor de que volviese en sí del
desmayo. Iba notándose enervado por una extraña emoción sentimental que, poco a
poco, le cedía el paso a cierta timorata ansiedad de la carne. Por su mente
empezaba a desfilar, agresivo como una daga, el recuerdo de todos los insomnios
originados en sus atormentadas inquietudes de célibe. Aunque desvanecida, tenía
allí de carne y hueso y a su entera merced a la hembra de sus fantasías de
caminante por veredas solitarias… Pero se trataba de algo que, con hallarse tan
cerca y tan a su antojo, le infundía un respeto extraño y sobrecogido; algo muy
distinto de todo lo imaginado y a lo cual nunca hubiera podido considerar con
la misma desaprensión que le inspiraron aquellos dos fantasmas femeninos que,
en el mesón del pueblo y en el potrero del viejo Canelas, habían constituido
los únicos desahogos de una prepotencia sexual de veintiséis robustos años y
servían aún de pretexto a la ilusión de nuevas aventuras. La noche iba
aclarando paulatinamente y hasta la lluvia comenzaba a decrecer. Si bien algo revueltas
aún, podía distinguir ya las facciones de la mujer. Y su atención se iba
volviendo y quedando fija, atraída por una fuerza insuperable, en los labios
húmedos, rojos y carnosos como el corazón de una pitaya que, contraídos por un
gesto de dolor y agitados por un gemido intermitente, irradiaban una tentación
imperiosa… Emergió de ese deslumbramiento cuando pudo notar que la dama volvía
en sí. Entonces se retiró asustado, con la celeridad y el sobresalto de quien
tiene la conciencia de hallarse a punto de perpetrar un crimen.
Ramón Rubín Rivas (México, 1912-1999).
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