Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 23 de enero de 2024

Mirándolas dormir: EL HOMBRE QUE RÍE, de Víctor Hugo

"Una mujer desnuda, una mujer dormida."

Libro séptimo: La titana

(Fragmento del capítulo 3: Eva)

La mujer desnuda es la mujer armada.

Ya no respiraba. Se sentía solevantado y empujado. Miraba. ¡Aquella mujer delante de él! ¿Era posible?

En el teatro, duquesa. Allí nereida, náyade, hada. Siempre aparición.

Trató de huir y se dio cuenta de que no podía. Sus miradas se habían convertido en cadenas que lo ataban a esa visión.

¿Era una ramera? ¿Era una virgen? Ambas cosas. Mesalina, presente tal vez en lo invisible, sonreía sin duda, y Diana vigilaba. Había en aquella belleza la claridad de lo inaccesible. No hay pureza que pueda compararse con esa forma casta y altiva. Ciertas nieves que nunca han sido tocadas son reconocibles. Esa mujer tenía las blancuras sagradas de la Jungfrau.* Lo que se desprendía de aquella frente inconsciente, de aquella cabellera bermeja y en desorden, de aquellas pestañas rebajadas, de aquellas venas azules vagamente visibles, de aquellas redondeces esculturales de los senos, de las caderas y las rodillas que modelaban las nivelacio- nes rosadas de la camisa, era la divinidad de un sueño augusto. El impudor se resolvía en irradiación. Aquella criatura estaba desnuda con tanta calma como si tuviera derecho al cinismo divino, tenía la seguridad de una olímpica que se sabe hija del abismo y puede llamar al océano Padre, y se ofrecía, inabordable y soberbia, a todo el que pasa, a las miradas, a los deseos, a las demencias, a los sueños, tan orgullosamente adormecida en aquel lecho de boudoir como Venus en la inmensidad de la espuma.

Había dormido durante la noche y prolongaba su sueño en pleno día; confianza comenzada en las tinieblas y continuada a la luz.

Gwynplaine temblaba y admiraba.

Era una admiración malsana y que interesaba demasiado.

Sentía miedo.

La caja de sorpresas de la suerte no se agota. Gwynplaine creía haber terminado con ella, pero continuaba.

¿Qué eran todos aquellos rayos que caían sobre él sin tregua y, finalmente, esa fulminación suprema que le arrojaba a él, hombre tembloroso, una diosa dormida? ¿«Qué eran todas esas aberturas de cielo sucesivas de las que al final salía, deseable y temible, su sueño? ¿«Qué eran esas complacencias del tentador desconocido que le llevaban, una tras otra, sus aspiraciones vagas, sus veleidades confusas, hasta sus malos pensamientos convertidos en carne viviente, y lo abrumaban bajo una embriagadora serie de realidades sacadas de lo imposible? ¿«Toda la sombra conspiraba contra él, miserable, y qué iba a ser de él con todas aquellas sonrisas de la fortuna siniestra a su alrededor? ¿«Qué era aquel vértigo preparado intencionadamente? ¡Esa mujer estaba allí! ¿Por qué? ¿Cómo? No tenía explicación. ¿Por qué él? ¿Por qué ella? ¿Le habían hecho par de Inglaterra deliberadamente para esa duquesa? ¿Quién los llevaba así el uno al otro? ¿Quién era engañado, quién era víctima? ¿De la buena fe de quién se burlaban? ¿Era a Dios a quien se engañaba? El no precisaba todas estas cosas, sino que las entreveía a través de una serie de nubes en su cerebro. Aquella morada mágica y malévola, aquel palacio extraño, tenaz como una prisión, ¿formaba parte de la conspiración?

Gwynplaine experimentaba una especie de reabsorción. Unas fuerzas oscuras lo agarrotaban misteriosamente. Una gravitación lo encadenaba. Su voluntad, sonsacada, se alejaba de él. ¿A qué podía asirse? Se sentía huraño y encantado. Esta vez se consideraba irremediablemente insano. La sombría caída a pico en el precipicio del deslumbramiento continuaba.

La mujer dormía.

Para él, al agravarse su turbación, ya no era la lady, la duquesa, la dama, sino la mujer.

Las derivaciones se hallan en el hombre en estado latente. Los vicios tienen en nuestro organismo un trazado invisible completamente preparado. Aun siendo inocentes y en apariencia puros, tenemos eso en nosotros. No tener tacha no es no tener defectos. El amor es una ley. La voluptuosidad es una trampa. Existen la embriaguez y la borrachera. La embriaguez es desear a una mujer; la borrachera, desear a la mujer.

Gwynplaine, fuera de sí, temblaba. ¿Qué podía hacer en aquella situación? Nada de oleadas de paños, nada de amplitudes sedosas, nada de atavío prolijo y coqueto, nada de exageración galante que oculta y que muestra, nada de nubes. La desnudez en su concisión temible, una especie de requerimiento misterioso, desvergonzada- mente edénico, hecho a todo el aspecto tenebroso del hombre. Eva es peor que Satán, pues en ella se amalgaman lo humano y lo sobrehumano. Ese éxtasis inquietante termina con el triunfo brutal del instinto sobre el deber. El contorno soberano de la belleza es imperioso. Cuando sale de lo ideal y cuando se digna ser real es para el hombre una proximidad funesta.

De vez en cuando la duquesa se movía blandamente en la cama, con los movimientos vagos del vapor en el cielo, cambiando de actitud como cambia de forma la nube. Ondulaba, componía y descomponía curvas encantadoras. La mujer tiene todas las ductilidades del agua. Como el agua, la duquesa tenía algo de inasible. Cosa extraña, estaba allí, carne visible, y seguía siendo quimérica. Aunque tangible, parecía lejana. Gwynplaine, asustado y pálido, la contemplaba. Oía cómo palpitaba aquel pecho y creía oír una respiración de fantasma. Se sentía atraído y se resistía. ¿Qué podía hacer contra ella? ¿Qué podía hacer contra él?

Esperaba todo menos eso. Contaba con un guardián feroz atravesado en la puerta, con algún monstruo furioso que actuara de carcelero y con el que tuviera que luchar. Preveía a Cerbero y encontraba a Hebe.

Una mujer desnuda, una mujer dormida.

Víctor Hugo (Francia, 1802-1885).

(Traducido al español por Luis Echávarri).
* Víctor Hugo escribió la palabra Jungfrau en alemán, y el traductor lo respetó. Significa estado de virginidad.

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