"... siguió Gilberto contemplando la belleza de Andrea en su negligente y graciosa postura; mas se sorprendió cuando (...) conoció que dormía."
(Fragmento del capítulo VIII: Asombro de Gilberto)
Mientras, Gilberto,
inmóvil y oculto tras de un árbol, respirando apenas, observó todos los
movimientos y ademanes de la doncella. Cuando ésta desapareció, y hubo visto
luz por las ventanas de la buhardilla, cruzó de puntillas el espacio vacío,
llegó hasta la ventana, y protegido por la oscuridad, devoró con su vista a
Andrea que estaba sentada con pereza delante del clave; esperó sin siquiera
saber lo que esperaba. En este momento José Bálsamo penetró en la sala.
Se estremeció, y su
ardiente mirada se fijó en los dos personajes de la escena que anteriormente
hemos referido.
Creyóse que Bálsamo
cumplimentaba a Andrea por su habilidad, que ésta le contestaba con su
acostumbrada indiferencia, que insistía él sonriendo, y que ella suspendía su
tocata para despedir a su huésped.
Miró la gracia con que
éste se retiraba; pensó comprenderlo todo, y no había entendido nada, porque la
realidad de aquella escena era el silencio. Tampoco pudo escuchar nada: sólo
percibió la gesticulación de los labios y los ademanes de los brazos. ¿Y cómo
había de venir, por buen observador que fuese, en conocimiento de un misterio,
cuando aparentemente todo pasaba con naturalidad?
En cuanto salió Bálsamo,
siguió Gilberto contemplando la belleza de Andrea en su negligente y graciosa
postura; mas se sorprendió cuando después de algunos segundos de observación,
conoció que dormía. Se detuvo algunos minutos más en aquella actitud para
convencerse si era el sueño quien ocasionaba su inmovilidad, y, convencido de
ello, levantóse estrechando con ambas manos su cabeza, como si temiera que
estallase por la multitud de pensamientos que le acosaban, y dirigiéndose hacia
la joven, en un ímpetu de voluntad semejante a un vértigo de furor, exclamó:
- ¡Sólo una vez...
acercar a mis labios su mano... y después... la muerte! ¡Sí, Gilberto, sí!...
¡yo la quiero!...
Y obediente a su propio
mandato, se precipitó a la antesala y llegó a la puerta, que se abrió tan
silenciosa para él como para Bálsamo.
Pero al verla abierta,
y hallarse ante la joven, conoció cuan temeraria e imprudente era la acción que
comenzaba a ejecutar. ¡Él!... ¡Gilberto!... ¡el hijo de un labrador y de una
aldeana!... ¡él!... ¡tímido y respetuoso que apenas osara alzar los ojos
delante de la altanera y desdeñosa joven, iba a tocar con sus labios la
extremidad del vestido o las punta de los dedos de aquella majestad dormida,
que pudiera al despertar confundirle con su mirada!... Los engañosos y
enloquecedores rayos de esperanza que un momento extraviaron su imaginación y
trastornaron su cerebro, se disiparon con este recuerdo. Recostado en el dintel
de la puerta, sintió sus rodillas vacilar, y temió caer al suelo.
Pero la meditación o el
sueño de Andrea era tan profundo, que ignorando Gilberto a cual de estas dos
cosas estaba entregada, ni se movió siquiera aun cuando pudiera escuchar
fácilmente los latidos de su corazón, inútilmente comprimidos en su pecho.
La admiró tan bella,
con la frente apoyada en la mano, los largos cabellos, sin polvos, esparcidos
por su cuello y espalda, que su deseo adormecido pero no apagado por el temor,
ardió en su corazón con mayor violencia. Se apoderó de él un nuevo vértigo,
parecido a una embriagadora locura, y una poderosa necesidad de tocar algo que
estuviese en contacto con la joven, le impulsó a dar un paso más hacia ella.
Alexandre Dumas (Francia, 1802-1870).
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