Libro séptimo: La titana
(Fragmento del capítulo 3: Eva)
La mujer desnuda es la mujer armada.
Ya no respiraba. Se sentía solevantado y empujado.
Miraba. ¡Aquella mujer delante de él! ¿Era posible?
En el teatro, duquesa. Allí nereida, náyade, hada.
Siempre aparición.
Trató de huir y se dio cuenta de que no podía. Sus
miradas se habían convertido en cadenas que lo ataban a esa visión.
¿Era una ramera? ¿Era una virgen? Ambas cosas.
Mesalina, presente tal vez en lo invisible, sonreía sin duda, y Diana vigilaba.
Había en aquella belleza la claridad de lo inaccesible. No hay pureza que pueda
compararse con esa forma casta y altiva. Ciertas nieves que nunca han sido
tocadas son reconocibles. Esa mujer tenía las blancuras sagradas de la Jungfrau.*
Lo que se desprendía de aquella frente inconsciente, de aquella cabellera bermeja
y en desorden, de aquellas pestañas rebajadas, de aquellas venas azules
vagamente visibles, de aquellas redondeces esculturales de los senos, de las
caderas y las rodillas que modelaban las nivelacio- nes rosadas de la camisa, era
la divinidad de un sueño augusto. El impudor se resolvía en irradiación. Aquella
criatura estaba desnuda con tanta calma como si tuviera derecho al cinismo
divino, tenía la seguridad de una olímpica que se sabe hija del abismo y puede
llamar al océano Padre, y se ofrecía, inabordable y soberbia, a todo el que pasa,
a las miradas, a los deseos, a las demencias, a los sueños, tan orgullosamente
adormecida en aquel lecho de boudoir como Venus en la inmensidad de la
espuma.
Había dormido durante la noche y prolongaba su sueño
en pleno día; confianza comenzada en las tinieblas y continuada a la luz.
Gwynplaine temblaba y admiraba.
Era una admiración malsana y que interesaba demasiado.
Sentía miedo.
La caja de sorpresas de la suerte no se agota.
Gwynplaine creía haber terminado con ella, pero continuaba.
¿Qué eran todos aquellos rayos que caían sobre él sin
tregua y, finalmente, esa fulminación suprema que le arrojaba a él, hombre
tembloroso, una diosa dormida? ¿«Qué eran todas esas aberturas de cielo
sucesivas de las que al final salía, deseable y temible, su sueño? ¿«Qué eran
esas complacencias del tentador desconocido que le llevaban, una tras otra, sus
aspiraciones vagas, sus veleidades confusas, hasta sus malos pensamientos
convertidos en carne viviente, y lo abrumaban bajo una embriagadora serie de
realidades sacadas de lo imposible? ¿«Toda la sombra conspiraba contra él,
miserable, y qué iba a ser de él con todas aquellas sonrisas de la fortuna
siniestra a su alrededor? ¿«Qué era aquel vértigo preparado intencionadamente?
¡Esa mujer estaba allí! ¿Por qué? ¿Cómo? No tenía explicación. ¿Por qué él?
¿Por qué ella? ¿Le habían hecho par de Inglaterra deliberadamente para esa
duquesa? ¿Quién los llevaba así el uno al otro? ¿Quién era engañado, quién era
víctima? ¿De la buena fe de quién se burlaban? ¿Era a Dios a quien se engañaba?
El no precisaba todas estas cosas, sino que las entreveía a través de una serie
de nubes en su cerebro. Aquella morada mágica y malévola, aquel palacio
extraño, tenaz como una prisión, ¿formaba parte de la conspiración?
Gwynplaine experimentaba una especie de reabsorción.
Unas fuerzas oscuras lo agarrotaban misteriosamente. Una gravitación lo
encadenaba. Su voluntad, sonsacada, se alejaba de él. ¿A qué podía asirse? Se
sentía huraño y encantado. Esta vez se consideraba irremediablemente insano. La
sombría caída a pico en el precipicio del deslumbramiento continuaba.
La mujer dormía.
Para él, al agravarse su turbación, ya no era la lady,
la duquesa, la dama, sino la mujer.
Las derivaciones se hallan en el hombre en estado
latente. Los vicios tienen en nuestro organismo un trazado invisible
completamente preparado. Aun siendo inocentes y en apariencia puros, tenemos
eso en nosotros. No tener tacha no es no tener defectos. El amor es una ley. La
voluptuosidad es una trampa. Existen la embriaguez y la borrachera. La
embriaguez es desear a una mujer; la borrachera, desear a la mujer.
Gwynplaine, fuera de sí, temblaba. ¿Qué podía hacer en
aquella situación? Nada de oleadas de paños, nada de amplitudes sedosas, nada
de atavío prolijo y coqueto, nada de exageración galante que oculta y que muestra,
nada de nubes. La desnudez en su concisión temible, una especie de requerimiento
misterioso, desvergonzada- mente edénico, hecho a todo el aspecto tenebroso del
hombre. Eva es peor que Satán, pues en ella se amalgaman lo humano y lo
sobrehumano. Ese éxtasis inquietante termina con el triunfo brutal del instinto
sobre el deber. El contorno soberano de la belleza es imperioso. Cuando sale de
lo ideal y cuando se digna ser real es para el hombre una proximidad funesta.
De vez en cuando la duquesa se movía blandamente en la
cama, con los movimientos vagos del vapor en el cielo, cambiando de actitud
como cambia de forma la nube. Ondulaba, componía y descomponía curvas encantadoras.
La mujer tiene todas las ductilidades del agua. Como el agua, la duquesa tenía
algo de inasible. Cosa extraña, estaba allí, carne visible, y seguía siendo
quimérica. Aunque tangible, parecía lejana. Gwynplaine, asustado y pálido, la
contemplaba. Oía cómo palpitaba aquel pecho y creía oír una respiración de
fantasma. Se sentía atraído y se resistía. ¿Qué podía hacer contra ella? ¿Qué
podía hacer contra él?
Esperaba todo menos eso. Contaba con un guardián feroz
atravesado en la puerta, con algún monstruo furioso que actuara de carcelero y
con el que tuviera que luchar. Preveía a Cerbero y encontraba a Hebe.
Una mujer desnuda, una mujer dormida.
Víctor Hugo (Francia, 1802-1885).
(Traducido al español por Luis Echávarri).
* Víctor Hugo escribió la palabra Jungfrau en alemán, y el traductor lo respetó. Significa estado de virginidad.
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