"Una tarde fondeó en Nueva Orlénas un barco mexicano, El Tabasco, que llegaba siempre cargado (...) y regresaba a Tampico..."
Primera parte
(Fragmento del capítulo 1: La gran ilusión)
Pero si no
se encontraron en Nueva Orleáns, no cupo duda que el tío Esteban se acercaba
cada vez más a su destino, y se esmeraba en hacerlo lo mejor posible: porque
fue allí donde no sólo aprendió a tomar leche con sal como algunos cubanos -cosa que siempre le hizo mucha gracia al abuelo Francisco-, sino lo que era
más importante, se adiestró en las artes y las fanfarronerías del pókar, el
juego favorito del Presidente Municipal de San Angel.
Una tarde fondeó en Nueva Orleáns un barco mexicano, El
Tabasco, que llegaba siempre cargado de plátano roatán y plátano cientoemboca y
regresaba a Tampico y a la bella Veracruz -las otras dos ciudades que el abuelo
visitaba con frecuencia-, reventando de contrabando: whiskies, coñacs,
cachemiras, perfumes franceses y camafeos florentinos. El capitán del barco -que por pura coincidencia era primo lejano del abuelo Francisco-, después de
ganarle al tío Esteban en el pókar veinte dólares y un speculum vaginal de
Ricord, lo invitó a viajar a México. Y el tío Esteban se agregó al contrabando
de El Tabasco y entró a México, junto con una bocanada de vientos alisios, por
el mismo lugar donde veintiséis años había llegado Jean Paul, el botánico
francés con el que nunca se casó la tía Luisa, hermana única del abuelo. Al
despedirse, el capitán le devolvió el speculum y le dio la dirección que tenía
en la ciudad de México su primo, que según le dijo era senador y en cualquier
momento, el día menos pensado, podía subir de sopetón a la gubernatura de un
Estado.
Pero al tío Esteban ya no le tocó la época dorada del
abuelo Francisco, el cual efectivamente llegó a la jefatura de un Estado, pero
por unos cuantos meses porque su nombramiento era de gobernador interino. Y los
cuantos meses se redujeron a unas pocas semanas, porque el abuelo tuvo un
accidente que lo obligó a retirarse para siempre de la política y de la buena
vida: estaba en una cantina de Tampico comentando el asesinato de Obregón en La
Bombilla, cuando un camión sin frenos abatió la pared y fue a estrellarse
contra el mostrador. El abuelo apenas tuvo tiempo de hacerse a un lado, y
arrojarse al suelo como si esperara la explosión de una bomba. Pero una enorme
máquina registradora le cayó en una pierna, en la pierna que ya desde antes lo
había hecho sufrir, cuando le metieron una bala en la Revolución, y que después
en más de una ocasión estuvieron a punto de cortársela. El contenido de la
registradora se derramó sobre él, así que cuando llegó la ambulancia, el abuelo -que en ningún momento perdió su buen humor-, arrojaba al aire billetes y
centenarios de oro, gritando: «¡Soy rico, soy rico!» Pero desde entonces, y
porque tampoco su destino perdió jamás el sentido de la ironía, la fortuna del
abuelo comenzó a mermar y al fin se hundió en forma súbita y aparatosa -como se
hunden los barcos y los transatlánticos: como se hundió el Titanic y se hundió
el Lusitania-, y sus últimos resplandores coincidieron -años más, años menos-,
con el apocalíptico incendio de los pozos Meriwether y Morrison que alguna vez,
precisamente por la primera guerra, hicieron de Tampico el emporio petrolero
más grande del orbe. Llegó el Año Nuevo.
Fernando del Paso (México, 1935-2018).
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