(Primer capítulo de la segunda parte)
El día que recibieron
el aviso de la llegada de los hijos, toda la familia se trasladó a Tampico a
esperar el arribo del barco que los devolvía a su patria.
Fueron unos días muy
alegres para María-Nieves y Teresa. Casi nunca iban a la ciudad, y las fiestas
y los bailes eran para ellas acontecimientos. Don Adrián las llevó a un baile
del Casino, orgulloso de su fresca belleza. Ninguna de las dos era excepcionalmente
bonita, pero el dulce óvalo, enmarcado de obscuros cabellos, del rostro de
Teresa, y los expresivos ojos de María-Nieves, atraían las miradas de todo el mundo.
Sobre todo eran la novedad, lo que en una ciudad chica es lo más importante. Gozaron
unos días de completo éxito. Las meriendas en casa de las amigas, las serenatas,
las veladas del Casino, los muchachos y los vestidos.
Pero don Adrián se
impacientaba en la ciudad. Las veladas, menos mal, ¡pero las largas mañanas!
Además lo tenía nervioso la llegada de los muchachos. María-Nieves para
distraerlo se levantaba temprano y se iba con él. Disfrutaban con sus largos paseos:
la orilla del río, los muelles de los pescadores, Pueblo Viejo con sus tendidos
de camarón seco, la línea blanca de la playa frente a la inmensidad del mar que
los dos amaban tanto. María-Nieves en aquellas mañanas se repetía lo aburridos
que resultaban los muchachos de Tampico comparados con un hombre como su padre;
le divertían, pero después de un rato eran insoportables. Además tenía la manía
de situarlos mentalmente en el campo. Fulanito, que bailaba tan bien, ¿cómo se
vería con chaparreras y montado en un caballo bronco? ¿Cómo reaccionaría ante
los pinolillos?
Menganito, que hacía
esas caravanas tan primorosas y decía aquellas cositas tan dulces, ¿no correría
delante de las vacas? ¿Haría tantos aspavientos como doña Felipita?
Este juego mental le resultaba
divertidísimo, pero sus resultados eran lamentables. Le aburrieron los
muchachos. Uno que no estaba tan mal era Roberto Meléndez, el enamorado de
Tere. Aunque tal vez era excesivamente correcto y serio. Daban ganas de
sacudirlo. Tenía unos ojos negros de agradable y noble mirada. Le gustaba para
cuñado. Lo malo es que Tere estaba insoportable. No hacía más que hablar de él
todo el día. María-Nieves la escuchaba cada noche con paciente consternación,
balanceando los pies, sentada en el borde de la cama… y me dijo… y me miró…
María-Nieves reflexionó largamente sobre esa especie de sarampión que había
transformado a Tere. Pensaba: «¿Me enamoraré yo?» La idea le parecía algunas veces
muy cómica y otras terriblemente seria. «¿De quién? ¿Vendrá siquiera?»
A veces creía que no.
Ninguna de las gentes que había conocido tenía parecido con «él».
Bueno, por lo pronto lo
mejor era no pensar y reírse de todo y tratar de no escuchar aquella melodía
añorante y casi angustiosa que solía cantar algo desconocido para ella, hasta
entonces, y que debía haberse instalado muy adentro de su alma. Por fin llegó
el barco. Los hermanos eran dos muchachos altos, uno pálido y deslavado, el
otro un poco más guapo. Los primeros momentos fueron difíciles para todos.
Gracias a doña Elena, que sólo pensaba en que eran sus niños, y al buen
humor de María-Nieves, que se dedicó a burlarse alegremente de ellos, de sus
gestos y sus vestidos, la naturalidad se recobró, aparentemente al menos. Don
Adrián, impaciente por volver al Bejuco, ordenó el regreso inmediato, con gran
consternación de Teresa. Doña Elena, a quien Roberto parecía un buen partido,
obtuvo permiso de dejarla una temporada con sus tías en Tampico.
Sara García Iglesias (México, 1917-1987).
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