"... un estante donde ella misma ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las polillas..."
(Fragmento del capítulo IV)
(Fragmento del capítulo IV)
La
armonía recobrada sólo fue interrumpida por la muerte de Melquíades. Aunque era
un acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses
después de su regreso se había operado en él un proceso de envejecimiento tan
apresurado y critico, que pronto se le tuvo por uno de esos bisabuelos inútiles
que deambulan como sombras por los dormitorios, arrastrando los pies,
recordando mejores tiempos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se
acuerda en realidad hasta el día en que amanecen muertos en la cama. Al
principio, José Arcadio Buendía lo secundaba en sus tareas, entusiasmado con la
novedad de la daguerrotipia y las predicciones de Nostradamus. Pero poco a poco
lo fue abandonando a su soledad, porque cada vez se les hacía más difícil la
comunicación. Estaba perdiendo la vista y el oído, parecía confundir a los
interlocutores con personas que conoció en épocas remotas de la humanidad, y
contestaba a las preguntas con un intrincado batiburrillo de idiomas. Caminaba
tanteando el aire, aunque se movía por entre las cosas con una fluidez
inexplicable, como si estuviera dotado de un instinto de orientación fundado en
presentimientos inmediatos. Un día olvidó ponerse la dentadura postiza, que
dejaba de noche en un vaso de agua junto a la cama, y no se la volvió a poner.
Cuando Úrsula dispuso la ampliación de la casa, le hizo construir un cuarto
especial contiguo al taller de Aureliano, lejos de los ruidos y el trajín
domésticos, con una ventana inundada de luz y un estante donde ella misma ordenó
los libros casi deshechos por el polvo y las polillas, los quebradizos papeles
apretados de signos indescifrables y el vaso con la dentadura postiza donde
habían prendido unas plantitas acuáticas de minúsculas flores amarillas. El
nuevo lugar pareció agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni
siquiera en el comedor. Sólo iba al taller de Aureliano, donde pasaba horas y
horas garabateando su literatura enigmática en los pergaminos que llevó consigo
y que parecían fabricados en una materia árida que se resquebrajaba como
hojaldres. Allí tomaba los alimentos que Visitación le llevaba dos veces al
día, aunque en los últimos tiempos perdió el apetito y sólo se alimentaba de
legumbres. Pronto adquirió el aspecto de desamparo propio de los vegetarianos.
La piel se le cubrió de un musgo tierno, semejante al que prosperaba en el
chaleco anacrónico que no se quitó jamás, y su respiración exhaló un tufo de
animal dormido. Aureliano terminó por olvidarse de él, absorto en la redacción
de sus versos, pero en cierta ocasión creyó entender algo de lo que decía en
sus bordoneantes monólogos, y le prestó atención. En realidad, lo único que
pudo aislar en las parrafadas pedregosas, fue el insistente martilleo de la
palabra equinoccio equinoccio equinoccio, y el nombre de Alexander Von
Humboldt. Arcadio se aproximó un poco más a él cuando empezó a ayudar a
Aureliano en la platería. Melquíades correspondió a aquel esfuerzo de
comunicación soltando a veces frases en castellano que tenían muy poco que ver
con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareció iluminado por una emoción
repentina. Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de
acordarse del temblor con que Melquíades le hizo escuchar varias páginas de su
escritura impenetrable, que por supuesto no entendió, pero que al ser leídas en
voz alta parecían encíclicas cantadas. Luego sonrió por primera vez en mucho
tiempo y dijo en castellano: «Cuando me muera, quemen mercurio durante tres
días en mi cuarto.» Arcadio se lo cantó a José Arcadio Buendía, y éste trató de
obtener una información más explícita, pero sólo consiguió una respuesta: «He
alcanzado la inmortalidad.»
Gabriel García Márquez (Colombiano fallecido en México, 1927-2014).
Obtuvo el premio Nobel en 1982.
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