"... pero el cielo estaba atestado de nubes y gradualmente las gotas se hicieron más grandes y más pesadas..."
(Párrafo inicial del capítulo 11: Noche de Septiembre)
(Párrafo inicial del capítulo 11: Noche de Septiembre)
Poco después comenzó a llover, muy inocentemente al principio, pero el cielo estaba atestado de nubes y gradualmente las gotas se hicieron más grandes y más pesadas, hasta que lo que caía era una melancólica lluvia otoñal... una lluvia que parecía llenar el mundo entero con su plúmbeo golpeteo, una lluvia que sugería -en su tristeza- interminables precipitaciones pluviales entre los planetas, lluvia que techaba el cielo de lobreguez y pesaba opresivamente sobre toda la campiña como una enfermedad, fuerte en la potencia de su chata e invariable monotonía, su asfixiante pesadez, su fría e implacable crueldad. Suave, suave, caía sobre toda la región, sobre las aplastadas hierbas de los pantanos, sobre el torturado lago, sobre los llanos color gris-acero, cubiertos de cascajo, sobre la sombría montaña que dominaba el pegujal, borroneando todo el paisaje. Y los golpes pesados, desesperantes, interminables, se insinuaban en cada una de las grietas de la casa, se pegaban a los oídos como algodón y lo abrazaban todo, como una historia carente de romanticismo, sacada de la vida misma, que no tuviese ritmo ni crescendo, ni clímax, pero que, aun así, resultase abrumadora en su alcance, terrorífica en su significado. Y en el fondo de ese no sondeado océano de hirviente lluvia estaba la casita, y su solitaria mujer neurótica.
Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998). Obtuvo el premio Nobel en 1955.
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