Es muy conocido un relato de Cristóbal Colón cuando se encontraba varado en Jamaica, en 1504, ante la carencia de suministros, una parte de su tripulación se amotinó y tras cometer algunos desmanes entre la población nativa, fueron capturados y sometidos. Los indígenas locales se negaron entonces a seguir proporcionando alimentos a la expedición española.
Colón encontró una ingeniosa solución al problema consultando el Almanaque
Perpetuo, de Johannes Müller von Königsberg, quien empleaba el seudónimo Regiomontanus, pues en sus tablas astronómicas establecía
que por esas fechas tendría lugar un eclipse total de luna. Tres días antes de
que esto sucediera, solicitó hablar con el cacique de la región y le amenazó
asegurando que su dios los castigaría desapareciendo la luna con todas las
calamidades que eso implicaba.
Según sus propias palabras: “En la tarde anunciada,
cientos de indígenas se congregaron. Cuando salió la Luna ya estaba
parcialmente oscurecida y el pánico entre los nativos se extendió al verla
menguar.” Su hijo, Fernando Colón, describió lo sucedido: “… con grandes gritos
y lamentos comenzaron a correr en todas direcciones cargando los barcos con
provisiones y rogando al Almirante que intercediera con su dios en su favor.”
Esta anécdota, tan difundida, ha servido como pretexto para algunas páginas
en varias novelas de aventuras y un conocido cuento.
En 1885, apareció en Inglaterra la primera edición de Las minas del rey Salomón, escrita por
Henry Rider Haggard, en donde para rescatar a la doncella Foulata, el
protagonista Allan Quatermain aplica la idea de Colón, una vez que ha
confirmado la fecha en que estaba anunciado un eclipse.
Apenas cuatro años más tarde, en su obra Un yanqui en la corte del rey Arturo,
el estadonidense Mark Twain acude al mismo recurso para salvar a su protagonista
de la hoguera. Sin embargo, jugando con los anacronismos tiene la prudencia de
advertir: “¡El eclipse! Recordé, como en un relámpago, que Colón, o Cortés, o
algún otro utilizó esto del eclipse para salir de un apuro, una vez, y asustar
a los salvajes. Yo, podía también utilizarlo, ahora, sin riesgo de que me
acusaran de plagiario, pues lo hacía cerca de mil años antes del que lo hizo
por vez primera.”
En 1952, el guatemalteco afincado en México, Augusto Monterroso,
escribió un relato breve titulado El eclipse, en que el fraile Bartolomé Arrazola intenta engañar a los indígenas
nativos con esa artimaña.
En su novela El arpa y la sombra,
el cubano Alejo Carpentier emprende una acuciosa exploración de los viajes del
almirante con la peculiaridad de que concede la voz de la narración al propio Colón.
Explicaba el autor lo que le animó a escribir su obra: “En 1937, al realizar una adaptación radiofónica de El
libro de Cristóbal Colón, de Claudel, para la emisora Radio Luxemburgo, me sentí irritado
por el empeño hagiográfico de un texto que atribuía sobrehumanas virtudes al
Descubridor de América. Más tarde me topé con un increíble libro de Léon Bloy,
donde el gran escritor católico solicitaba nada menos que la canonización de
quien comparaba, llanamente, con Moisés y San Pedro.” El arpa y la sombra fue
publicada en 1978 y en sus páginas se incluye el citado episodio.
En los días subsecuentes me ocuparé en Mitos y reincidencias, de cada uno de los cuatro títulos aquí mencionados.
Jules Etienne
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