"... oigan al impostor que afirma apagará la luna como si fuera una lámpara."
(Fragmento del capítulo XI: La señal)
- Ha llegado el instante -me dijo sir Enrique con voz
baja-, ¿qué espera usted?
- El eclipse. Hace media hora no separo la vista de la
luna y jamás la he contemplado con mejor salud.
- Pues no hay más remedio que decidir la partida ahora
mismo o la muchacha perece. Twala está perdiendo la paciencia.
Convencido de la fuerza del argumento, arrojé una
ansiosa mirada a la radiante faz de la luna, como jamás lo hiciera el más
ardiente astrónomo en espera de algún suceso, comprobación de sus teorías, y,
asumiendo toda la majestad imaginable, pasé a colocarme entre la postrada joven
y la lanza de Scragga, diciendo al mismo tiempo:
- Rey, esa joven no morirá; nunca consentiremos acto
tan inhumano; déjala que se retire en salvo.
Twala se levantó furioso de su asiento, y de los jefes
y nutridos pelotones de las muchachas, que insensiblemente se habían aproximado
en expectativa de la tragedia, se oyó un murmullo de asombro.
- ¡ No morirá, dices tú, perro blanco, que
ladras al león en su cueva; no morirá! ¿Estás loco? Anda con tiento, no
sea que la suerte de esa paloma te alcance a ti y a los tuyos. ¿Cómo lo podrás
impedir?¿Quién eres tú para oponerte a mi voluntad? ¡Retírate, te lo mando!
Scragga, mátala. ¡Eh, guardias! Capturen a esos hombres.
A este grito, varios soldados armados, saliendo de
detrás de la choza, donde evidentemente habían sido colocados de antemano,
corrieron hacia nosotros.
Sir Enrique, Good y Umbopa se pusieron a un lado y
prepararon los rifles.
- ¡Deténganse -grité atrevidamente, por más que el
alma se me había ido a los pies.- ¡Deténganse!, nosotros, los hombres blancos
de las estrellas, decimos que no morirá. Si dan un solo paso más, apagaremos la
luz de la luna, sumergiendo la tierra en las más profundas tinieblas. ¡Ya verán
lo que puede nuestra magia!
Mi amenaza produjo su efecto; los soldados se
detuvieron y Scragga permaneció frente a nosotros, inmóvil y con su lanza
prevenida.
- ¡Óiganlo! ¡Óiganlo! -gritó burlonamente Gagaula-,
oigan al impostor que afirma apagará la luna como si fuera una lámpara. Sí, que
lo haga, o que muera con Faulata, y con todos sus compañeros.
Alcé los ojos a nuestro satélite y, cobrando ánimo,
lleno de alegría, vi que no nos habíamos equivocado. En el borde del hermoso
luminar se proyectaba una pequeña sombra, mientras que la opaca penumbra se
extendía y condensaba sobre su radiante superficie.
Entonces levanté la mano hacia el cielo del modo más
solemne, movimiento que sir Enrique y Good imitaron, y con afectada entonación
recité uno o dos versos de mi libro favorito, La leyenda de Ingoldsby. Sir
Enrique secundó mi fingida imprecación, con un versículo de la Biblia, y Good
coadyuvó a hacerla más imponente dirigiendo a la Reina de la Noche, en una
retahíla ininterrumpida, las expresiones más clásicas del repertorio marinesco.
Gradualmente la penumbra, haciéndose más espesa,
amorteció visiblemente el brillante disco y una exclamación de miedo se escuchó
en la aterrorizada multitud que nos rodeaba.
- ¡Mira, oh rey! ¡Mira Gagaula! Miren, jefes, soldados
y mujeres, y digan si los hombres blancos de las estrellas hacen lo que
prometen o son unos vanos impostores!
- La luna se obscurece ante sus propios ojos; pronto
las tinieblas nos envolverán. ¡Sí!, las tinieblas, cuando más grande y clara
centelleaba la luna. Nos han pedido una señal, y se las damos. Apágate; ¡Oh
luna!, extingue tu luz, tu pura e inmaculada luz, abate hasta el polvo la
frente de los soberbios y sepulta el mundo en las más lóbregas sombras de la
noche.
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