Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 19 de julio de 2017

Carnaval: EL ÁNGEL QUE NOS MIRA, de Thomas Wolfe

"... y el gran espectáculo del carnaval en la calle Canal; las carrozas engalanadas, las sonrientes bellezas..."
 
(Fragmento del capítulo seis)
 
El invierno siguiente fue a Nueva Orleans para las fiestas de carnaval llevándose también a su hijo menor. Eugene recordaba las enormes cisternas en el patio de atrás de la casa de la tía Mary, los fuertes ronquidos de Mary, que hacían temblar las ventanas por la noche, y el gran espectáculo del carnaval en la calle Canal; las carrozas engalanadas, las sonrientes bellezas, los desfiles y los soldados, las máscaras grotescas y fantásticas. Y volvió a ver barcos anclados al pie de la calle Canal, y sus altas proas asomándose sobre la calle desde detrás del malecón; y, en los cementerios, las tumbas elevadas sobre el suelo, «porque -decía Oll, el sobrino de Gant- el agua de mar los corrompe más de prisa».
 
Y recordaba los olores del mercado francés, el fuerte aroma del café que tomaba allí, y la vida exótica de la alegría dominguera de la ciudad, con los teatros abiertos, el ruido de martillos y de sierras, y el aire festivo de la muchedumbre. Visitó a los Boyle, antiguos huéspedes de Dixieland, que vivían en el barrio viejo francés, y durmió por la noche con Frank Boyle en una gran habitación oscura, débilmente iluminada con candelas. Tenían como cocinera a una vieja negra que solo hablaba francés y que volvía del mercado por la mañana, temprano, trayendo una enorme cesta llena de verduras, frutas tropicales, aves y carne. Cocinaba platos extraños y deliciosos que él nunca había probado: fuerte quimbombó, filetes con guarnición, aves con salsa.
 
Y contemplaba la enorme serpiente amarilla del río, soñando en sus lejanas playas, en los innumerables estuarios rebosantes de vegetación tropical, en la vida romántica de las plantaciones y de los campos de caña que lo flanqueaban, en la luz de la luna, en los negritos que bailaban en el malecón, en las luces lentas del dorado barco fluvial y en la carne perfumada de mujeres de negros cabellos, espectros musicales al pie de unos árboles que, con sus ramas caídas, parecían fantasmas.
 
Hacía poco que habían regresado del carnaval cuando, una ventosa noche de invierno en que Eugene dormía en casa de Gant, los terribles gritos de su padre despertaron a toda la casa. Gant había estado bebiendo desaforadamente, día tras día. Eugene tenía que ir por las tardes a buscarlo al taller y, al ponerse el sol, con la ayuda de Jannadeau, lo traía a casa, detrás del derrengado caballo del negro y lanzando gritos de borracho.


Thomas Wolfe (Estados Unidos, 1900-1938).
 
(Traducido al español por José Ferrer Aleu)

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