Hasta
que, una noche de carnaval, las pisadas se detuvieron, la inmensa puerta se
abrió, y Cecilia, lanzando un grito, saltó fuera del sueño.
Estaba
acostada en el dormitorio de su madre, en la cama de su madre. A su lado, una
desconocida, vestida y peinada como su madre, la miraba con ojos desencajados.
- ¿Quién
es usted? -le preguntó, débilmente, tratando de incorporarse. Pero las fuerzas
la abandonaron y debió apoyar nuevamente la cabeza sobre la almohada.
Lejos,
se oía un estrépito como el de un chorro de agua cayendo en un tanque vacío. Y
al mismo tiempo el chorro de agua producía una música estridente.
- ¿Qué
es todo ese ruido? -dijo, y volvió los ojos hacia la ventana, a través
de la cual se veía un resplandor purpúreo.
Escuchó la voz de la desconocida:
- Es el corso de la Avenida de Mayo, Cecilia.
Escuchó la voz de la desconocida:
- Es el corso de la Avenida de Mayo, Cecilia.
(...)
Afuera, en la tarde de carnaval, Suipacha dormitaba.
Transcurrieron varias horas, lentas como días. Llegó la noche. En la Avenida de Mayo se encendieron luces multicolores, estalló la música, el corso recomenzaba su algarabía.
Y la señorita Leonides, de pie junto a la ventana, seguía esperando. Sólo sus labios se movían como si rezase. El resto de su cuerpo permanecía en un letargo de cocodrilo. Pero desde el fondo de las órbitas, sus ojos filtraban una mirada de sílice. Esa mirada no veía los grupos de gentes que afluían hacia el corso. Esa mirada apuntaba, a través de la ciudad, a un solo sitio, ignorado y adivinado. Y esa mirada descubrió enseguida a la mujer que se detenía frente a la puerta.
Transcurrieron varias horas, lentas como días. Llegó la noche. En la Avenida de Mayo se encendieron luces multicolores, estalló la música, el corso recomenzaba su algarabía.
Y la señorita Leonides, de pie junto a la ventana, seguía esperando. Sólo sus labios se movían como si rezase. El resto de su cuerpo permanecía en un letargo de cocodrilo. Pero desde el fondo de las órbitas, sus ojos filtraban una mirada de sílice. Esa mirada no veía los grupos de gentes que afluían hacia el corso. Esa mirada apuntaba, a través de la ciudad, a un solo sitio, ignorado y adivinado. Y esa mirada descubrió enseguida a la mujer que se detenía frente a la puerta.
La mujer
dudó un instante. Después entró. Vio la urna de caoba. Vio, más lejos, una
puerta abierta, y el resplandor de los cirios. Se acercó a esa puerta y la
franqueó. Vio los dos ataúdes. Se aproximó primero a uno, después a otro, se
asomó a esos abismos y los miró como desde un parapeto. Parecía perpleja y
levemente asustada. En ese momento oyó que alguien, a sus espaldas, la llamaba:
- Belena.
Se dio vuelta.
Sus
espléndidos ojos, de bordes firmemente diseñados, se dilataron de estupor. Iba
a gritar, cuando sintió como si entre los pechos se le hubiera reventado una
llaga, y un líquido ardiente y seroso le corriera por la piel, bajo el vestido.
Un repentino sopor la poseyó. Quiso mover la cabeza, agitar un brazo, librarse
de ese sueño absurdo que la vencía, pero no lo logró y cayó pesadamente, entre
el alborozado parpadeo de los pabilos.
Entonces la
señorita Leonides se irguió. Una gota de sudor le corría por el pómulo, se la
enjugó maquinalmente con la mano, que le temblaba convulsamente, miró por
última vez a Cecilia, le sonrió y salió.
En el
dormitorio de Guirlanda Santos depositó el estilete sobre la repisa de los
libros, se quitó la ropa manchada de sangre, se puso su vestido negro, su
tapado negro, el litúrgico sombrero negro en forma de turbante, al brazo se
colgó la cartera que semejaba un enorme higo podrido, descendió a la planta
baja, y sin apagar ninguna luz, sin cerrar ninguna puerta, salió a la calle y
se alejó.
Un grupo de
enmascarados la saludó haciendo restallar la seca risa lúgubre de las matracas.
Marco Denevi (Argentina, 1922-1998).
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