"... y el gran espectáculo del carnaval en la calle Canal; las carrozas engalanadas, las sonrientes bellezas..."
(Fragmento del capítulo seis)
El invierno siguiente fue a Nueva
Orleans para las fiestas de carnaval llevándose también a su hijo menor. Eugene recordaba las
enormes cisternas en el patio de atrás de la
casa de la tía Mary, los fuertes ronquidos de Mary, que hacían temblar las
ventanas por la noche, y el gran espectáculo del carnaval en la calle Canal;
las carrozas engalanadas, las sonrientes bellezas, los desfiles y los soldados,
las máscaras grotescas y fantásticas. Y volvió a ver barcos anclados al pie de la calle Canal, y sus altas proas asomándose sobre la
calle desde detrás del malecón; y, en los cementerios, las tumbas elevadas
sobre el suelo, «porque -decía Oll, el sobrino de Gant- el agua de mar los
corrompe más de prisa».
Y recordaba los olores
del mercado francés, el fuerte aroma del café que tomaba allí, y la vida
exótica de la alegría dominguera de la ciudad, con los teatros abiertos, el
ruido de martillos y de sierras, y el aire festivo de la muchedumbre. Visitó a los Boyle, antiguos huéspedes de Dixieland, que vivían en el
barrio viejo francés, y durmió por la noche con Frank Boyle en una gran
habitación oscura, débilmente iluminada con candelas. Tenían como cocinera a una vieja negra que solo hablaba francés y que volvía
del mercado por la mañana, temprano, trayendo una enorme cesta llena de
verduras, frutas tropicales, aves y carne. Cocinaba platos extraños y deliciosos que él nunca había probado: fuerte
quimbombó, filetes con guarnición, aves con salsa.
Y contemplaba la
enorme serpiente amarilla del río, soñando en sus lejanas playas, en los
innumerables estuarios rebosantes de vegetación tropical, en la vida romántica
de las plantaciones y de los campos de caña que lo flanqueaban, en la luz de la
luna, en los negritos que bailaban en el malecón, en las luces lentas del
dorado barco fluvial y en la carne perfumada de mujeres de negros cabellos,
espectros musicales al pie de unos árboles que, con sus ramas caídas, parecían
fantasmas.
Hacía poco que habían regresado
del carnaval
cuando, una ventosa noche de invierno en que Eugene dormía en casa de Gant, los
terribles gritos de su padre despertaron a toda la casa. Gant había estado bebiendo desaforadamente, día tras día. Eugene tenía que ir
por las tardes a buscarlo al taller y, al ponerse el sol, con la ayuda
de Jannadeau, lo traía a casa, detrás del derrengado caballo del negro y
lanzando gritos de borracho.
Thomas Wolfe (Estados Unidos, 1900-1938).
(Traducido al español por José Ferrer Aleu)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario