De cómo una palabra escrita en una cáscara
de huevo dio lugar a dos esquelas sucesivas
A diferencia del nuestro, el carnaval español no se acaba a las ocho de la mañana del miércoles de Ceniza. En la maravillosa alegría de Sevilla, el memento quia pulvis es expande solamente durante cuatro días su olor a sepultura; y, llegado el primer domingo de Cuaresma, el carnaval vuelve a resurgir.
Es el Domingo de Piñatas, la Fiesta Mayor. Toda la gente se ha cambiado de vestimenta y se ven desfilar por las calles colgajos rojos, verdes, amarillos o rosas sacados de retales que antes han servido de mosquiteros, de cortinas o de faldas de mujer y que flotan al sol sobre los cuerpecillos morenos de una chillona y multicolor chiquillería. Los niños se agrupan por todas partes en tumultuosos grupos enarbolando un trapo en la punta de una vara y con gran vocerío invaden las callejuelas con las caras tapadas con un antifaz de aquellas telas por cuyos dos agujeros se escapa la alegría. “¡Eh, que no me conoce!”, gritan continuamente, mientras la marea de personas mayores se aparta ante esta terrible invasión enmascarada.
Ventanas y miradores se ven abarrotados por una multitud de cabezas morenas. Todas las jóvenes de la región han venido ese día a Sevilla, mostrando bajo la luz del sol sus cabezas cargadas de rizados cabellos. Los confetis caen como copos de nieve. La sombra de los abanicos tiñe de azul pálido las pequeñas y empolvadas mejillas. Gritos, llamadas y risas zumban y resuenan por las estrechas calles. Ese día de carnaval, los pocos millares de habitantes arman más ruido que los de todo París juntos.
Pierre Louÿs (Francés nacido en Bélgica, 1870-1925)
(Traducido al español por Juan Victorio)
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