"... estando delante de un espejo, la imagen que de ti refleja en el cristal se desprende de éste..."
La recurrencia de los
espejos en la obra de Miguel de Unamuno ha sido documentada en diversos
ensayos, algunos de los cuales incluso llevan títulos con alguna referencia
especular, como sería el caso de El
rostro en el espejo, de Armando López Castro, además de que en 1913 reunió
en el volumen El espejo de la muerte,
veintiséis de entre los más de ochenta relatos que había escrito a partir de
1886.
Su cuento El que se enterró,
apareció publicado en las páginas del diario La Nación de Buenos Aires, el
primero de enero de 1908. En el plantea el dilema del doble que más
tarde retoma como motivo y esencia de su obra teatral El otro. Este es un fragmento del
relato:
-
A la hora de estar aquí sentado, con la cabeza entre las manos y los ojos fijos
en un punto vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que se abría la
puerta y que entraba cautelosamente un hombre. No quise levantar la mirada. Oía
los golpes del corazón y apenas podía respirar. El hombre se detuvo y se quedó
ahí, detrás de esa silla que ocupas, de pie, y sin duda mirándome.
Cuando pasó
un breve rato me decidí a levantar los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por
mí fue indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los
hombres que no se mueren sino una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante
mío, era yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que, estando delante de
un espejo, la imagen que de ti refleja en el cristal se desprende de éste, toma
cuerpo y se te viene encima…
- Sí, una alucinación... -murmuré.
- De eso ya
hablaremos -dijo y siguió-: Pero la imagen del espejo ocupa la postura que
ocupas y sigue tus movimientos, mientras que aquel mi yo de fuera estaba de
pie, y yo, el yo de dentro de mí, estaba sentado.
Por fin el otro se sentó
también, se sentó donde tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la mesa
como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome
como me estás ahora mirando.Temblé sin poder remediarlo al oírle esto, y él,
tristemente, me dijo:
- No, no tengas también tú miedo; soy pacífico.
Y siguió:
-
Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el otro y yo, es decir, así
estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se había transformado en otra
cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte; era el colmo de la
desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de
los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba enrareciéndose, las
cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al
oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados: "Emilio,
Emilio", sentí la muerte. Y me morí.
Yo no sabía qué hacer al oírle esto.
Me dieron tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él
continuó:
- Cuando al poco rato volví en mí, es decir, cuando al poco rato volví
al otro, o sea, resucité, me encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora
sentado y donde el otro se había sentado antes, de codos en la mesa y cabeza
entre las palmas contemplándome a mí mismo, que estaba donde ahora estoy. Mi
conciencia, mi espíritu, habían pasado del uno al otro, del cuerpo primitivo a
su exacta reproducción. Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es
decir, muerto. Había asistido a mi propia muerte. Y se me había limpiado el
alma de aquel extraño terror. Me encontraba triste, muy triste, abismáticamente
triste, pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía que hacer algo; no
podía quedar así y aquí el cadáver de mi pasado.
Con toda tranquilidad
reflexioné lo que me convenía hacer. Me levanté de esa silla, y, tomándome el
pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me convencí de que ya no vivía.
Afirma
Rebeca Martín en su análisis sobre la relación entre el cuento y la pieza
escénica: "Pero si hay una obra en la
que Unamuno explora hasta sus últimas consecuencias el enigma de la identidad y
de la existencia humana, ésa es, ya en el ámbito teatral, El otro. Misterio en tres jornadas y un epílogo, drama que el autor vasco escribió en 1926, en
Hendaya, y reelaboró seis años después con motivo de su estreno el 14 de
diciembre de 1932."
Del protagonista de la obra se ignora su
pasado y su presente, lo único que queda claro es el odio que manifiesta hacia
su hermano gemelo ya que no era posible diferenciar al uno del otro, al grado
de que hasta sus propias esposas los confundían. En algún momento del drama
dirá: "Desde pequeñitos sufrí al verme
fuera de mí mismo..., no podía soportar aquel espejo..., no podía verme fuera
de mí..." El espejo se erige en epicentro del discurrir dramático y
sólo una llave simboliza su posible liberación: "El otro se va a la puerta, que cierra por dentro con
llave, y se guarda ésta después de haberla mordido." El drama
continúa:
En el fondo de la escena un espejo
de luna y de cuerpo entero, tapado por un biombo; el Otro se pasea cabizbajo y
gesticulando como quien habla para sí, hasta que al fin se decide, separa el
biombo y se detiene ante el espejo, se cruza de brazos y se queda un momento
contemplándose. Se cubre la cara con las manos, se las mira, luego se las
tiende a la imagen espejada como para cogerla de la garganta, mas al ver otras
manos que se vienen a él, se las vuelve a sí, a su propio cuello, como para
ahogarse. Luego, presa de grandísima congoja, cae de rodillas al pie del
espejo, y apoyando la cabeza contra el cristal, mirando al suelo, rompe a
sollozar.
También en la novela Niebla, que es una de las más representativas en la
totalidad de su obra, reitera esa angustia ante el espejo: "Yo por lo menos sé de mí decirte que una de las cosas
que me dan más pavor es quedarme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me
ve. Acabo por dudar de mi propia existencia a imaginarme, viéndome como otro,
que soy un sueño, un ente de ficción..."
El soneto titulado En horas de insomnio, lo culmina
Unamuno con estos dos tercetos relativos al espejo:
Oh triste soledad la del
engaño
de creerse en humana compañía
moviéndose entre espejos, ermitaño.
He ido
muriendo hasta llegar al día
en que espejo de espejos, soyme extraño
a mí mismo y
descubro no vivía.
Jules Etienne
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