"La cubrí con las mantas y me senté en el borde de la cama, y le hablé hasta que ella se quedó dormida."
(Fragmento del capítulo XVI)
- ¿Qué sucedió después? -Le pregunté qué ocurría. Me explicó que el médico le había recetado sedantes. Se quejó de
que eran demasiado fuertes, y de que le producían sueño. Vi la botella de whisky y el vaso. Le
advertí que no debía beber cuando tomaba sedantes. Me aseguró que había bebido sólo un poco.
Después, la convencí de que se quitase la bata y los zapatos y se acostara. La cubrí con las mantas y
me senté en el borde de la cama, y le hablé hasta que ella se quedó dormida. No sabía muy bien qué
hacer. No deseaba permanecer allí. Tampoco quería dejarla. De modo que fui a la planta baja y de
la puerta colgué el letrero: «No regreso hasta las 5.30.» Después, llamé al señor Bayard, que estaba
en su oficina. Me dijeron que había salido a almorzar. Me preguntaron si deseaba dejar algún
mensaje. Me pareció que era mejor no hacerlo. Después, probé con Hugh Loredon. Sabía que los
dos habían tenido una grave disputa acerca de algo, pero Hugh siempre adoptaba frente a ella una
actitud muy protectora y, de hecho, conmigo también. Habíamos hecho el amor algunas veces, y
aunque no era nada fuera de lo común, tampoco era demasiado mediocre... Hugh estaba en su oficina. Me dijo que no me quedase en el estudio, que me asegurase de que Madi estaba bien abrigada
y de que los radiadores funcionaban. Llegaría en quince o veinte minutos... Me alegré de salir de
allí. Después del episodio de Peter temía a la pandilla de Negroni's. Salí por la puerta del fondo,
anduve media docena de calles y tomé un taxi que me llevó fuera de la zona...
La última confesión
(Fragmento del 30 de diciembre)
Recuerdo bien a la
mujer. La llamaban la petite guenon -la monita-, porque era experimentada,
traviesa y estaba llena de alegre malicia. Estaba desesperado por enterrar mi
tristeza en su cuerpo; pasados los primeros momentos salvajes, me aferré a
ella, despertándome y durmiéndome durante toda la larga noche.
Siete
años de cárcel con su dieta han minado mi fortaleza y mitigado mi deseo. Dante
estaba en lo correcto cuando escribió: No hay mayor tristeza que la de recordar
épocas felices en tiempos de miseria. Con todo, todavía recuerdo esa noche, no
por el placer obtenido -¿cuánto tiempo
perdura el recuerdo del éxtasis sexual?-, sino por el extraño y casi mágico
momento de revelación que experimenté esa madrugada.
Las circunstancias
fueron triviales e incluso sórdidas. Me fui separando de la mujer dormida a mi
lado y me levanté para orinar en el bacín. Antes de volver a la cama, me quedé
desnudo frente a la ventana, viendo el claro cielo del invierno, pletórico de
estrellas brillantes. De pronto, comprendí lo que necesitaba decir, lo que
había estado tratando de decir durante todos esos años, en latín, en italiano,
hablando y escribien- do, pero que no había conseguido articular completamente.
Fue un instante
arquimédico en el cual mi espíritu gritó "Eureka. Lo encontré".
También fue un momento bíblico: oí una voz que dijo "abre la boca", y
mi lengua vacilante se volvió repentinamente elocuente.
Había abandonado la
condición humana. Ya no estaba encerrado en los cerrados círculos de los
universos de Ptolomeo o Copérnico. Tampoco estábamos en sus centros. No éramos
un sistema simple, éramos la parte más pequeña de una vasta creación que se
expandía al infinito. La vastedad de esa visión fue la que finalmente hizo
inteligible la noción de Dios, el cual, de hecho, nos hizo inteligibles a
nosotros mismos y tolerables los terrores de nuestra vida.
No sé cuánto tiempo
me quedé ahí; pero, súbitamente, estaba temblando, con frío, sí, pero también
con la conmoción de la experiencia. Volví a la cama. La mujer se movió y se
volvió hacia mí; volvimos a abrazarnos estrechamente.
Ésa, me pareció, era
la coda final de la revelación. No estábamos separados. Nada en el cosmos
estaba separado o disociado. Nada de eso podía caérsele de entre las manos al
Creador que lo había hecho, que le había dado vida; era inmanente en todas sus
partes. Por primera vez en años, pronuncié una verdadera plegaria: Dame memoria
para retener este momento. Dame palabras para contarlo.
Morris West
(Australia, 1916-1999).
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