los judíos son de Jerusalén ni de Túnez todos los turcos)
- ¡Hola! ¡conejos! -gritó maese Jaime al llegar
al claro.
Obedientes a la voz de su capitán, salieron presurosos
los conejos de los matorrales donde se ocultaran a la primera señal de
alarma y apenas se lo permitió la oscuridad, examinaron cuidadosamente a los
dos prisioneros.
Pero como la inspección hecha a oscuras no podía
satisfacerles, uno de ellos bajó a la cueva, encendió dos teas, y volvió para
alumbrar el rostro de Perico y su compa- ñero. Maese Jaime había vuelto a
sentarse en el tronco y conversaba tranquilamente con Alain, refiriéndole los
pormenores de la presa que acababa de hacer, con la misma llaneza con que
hubiera relatado un aldeano a su mujer la adquisición de una compra en el
mercado.
Apenado Michel por la aventura y la herida que acababa
de recibir, habíase tendido sobre la hierba, mientras Perico, de pie a su lado,
examinaba atento y no sin repug- nancia el aspecto de los bandoleros a quienes
maese Jaime llamaba conejos, lo cual era tanto más fácil, cuanto que,
satisfecha la curiosidad de aquéllos, volvieron a sus interrumpidas tareas, esto
es, a sus cantares y juegos, a dormir o limpiar las armas, sin que por eso los
despiertos perdieran de vista a los dos prisioneros, a quienes, para mayor
seguridad, habían colocado en medio del raso.
(Fragmento del capítulo LXVI. En donde volvemos a encontrar a nuestro antiguo amigo Juan Ouillér)
Y ambos se encaminaron a la zarza.
Oullier comprendió que estaba perdido; pero no
queriendo ser agarrado como un conejo en su gazapera, se puso de rodillas y
sacó su navaja, la cual, aunque despun- tada, podía serle muy útil en una lucha a
brazo partido.
Alexandre Dumas (Francia, 1802-1870).
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