"... y, cosa extraña, había adquirido la única liebre que allí había (...) La liebre se convirtió en el punto de partida de infinitas suposiciones."
(Fragmento)
La existencia, en cierto sentido claustral, que llevan
los habitantes de una pequeña ciudad origina en ellos la costumbre de analizar
y explicar las acciones de los demás tan naturalmente invencible que, tras
haberse compadecido de la señora de Dey, sin saber si estaba realmente feliz o
apesadumbrada, cada cual se puso a indagar acerca de las causas de su repentino
retiro.
- Si estuviera enferma -dijo el primer curioso- habría
mandado llamar al médico; pero el doctor permaneció durante toda la jornada de
ayer en mi casa jugando al ajedrez. Me decía riendo que en los tiempos que
corren sólo hay una enfermedad… que desgraciadamente es incurable.
Esta broma fue profusamente difundida. Mujeres,
hombres, ancianos y jovencitas se pusieron entonces a recorrer el amplio campo
de conjeturas. Cada cual creyó adivinar un secreto, secreto que invadió todas
las imaginaciones. Al día siguiente las sospe- chas se enconaron.
Como la vida está al día en una pequeña ciudad, las
mujeres fueron las primeras en enterarse de que Brigitte había adquirido en el
mercado provisiones más abundantes que de costumbre. Ese hecho no podía ser
cuestionado. Habían visto a Brigitte muy temprano en la plaza y, cosa extraña,
había adquirido la única liebre que allí había. Toda la ciudad sabía que a la
señora de Dey no le gustaba la carne de caza. La liebre se convirtió en el
punto de partida de infinitas suposiciones.
Al realizar su paseo habitual, los ancianos observaron
en la casa de la condesa un tipo de actividad contenida que se revelaba por las
mismas precauciones que toma- ban los empleados para ocultarla. El lacayo sacudía
una alfombra en el jardín; la víspera, nadie habría prestado atención a ese
gesto, pero aquella alfombra se conver- tía en un elemento en apoyo de las
fantasías que todo el mundo creaba. Cada cual tenía la suya.
El segundo día, al tener conocimiento de que la señora
de Dey decía encontrarse indispuesta, los principales personajes de Carentan se
reunieron por la noche en casa del hermano del alcalde, viejo negociante
casado, hombre probo, apreciado por to- dos, y con el que la condesa tenía
bastantes consideraciones. Allí, todos los aspiran- tes a la mano de la rica
viuda contaron una fábula más o menos verosímil; y cada uno intentaba volver en
provecho propio la circunstancia secreta que la forzaba a compro- meterse de ese
modo. El acusador público imaginaba todo un drama para conducir por la noche al
hijo de la señora de Dey a casa de ésta. El alcalde pensaba que se trataba de
un cura refractario llegado de la Vendée, que le habría pedido asilo; pero la
adquisición de la liebre en viernes lo confundía mucho. El presidente del
distrito apostaba por que se trataba de un jefe de chuanes o de vandeanos
ferozmente perseguido. Otros pensaban que se trataba de un noble escapado de
las prisiones de París. Es decir, que todos sospechaban que la condesa era
culpable de una de esas generosidades que las leyes de entonces consideraban un
crimen y que podía llevarla al cadalso.
Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).
La lectura del texto íntegro es posible en Ciudad Seva.
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