"Sorprendía aquella abundancia de pelo castaño rojizo -casi hasta la cintura- en un cuerpo tan menudo."
(Fragmento del primer capítulo)
Fue
una calamidad -sin duda un ataque contra toda la vida de Rosalind- lo que la
introdujo en la vida de Henry. La primera vez que la vio fue por detrás, cuando
recorría el pabellón neurológico de mujeres a última hora de una tarde de
agosto. Sorprendía aquella abundancia de pelo castaño rojizo -casi hasta la
cintura- en un cuerpo tan menudo. Por un momento pensó que era una niña muy
grande. Estaba sentada en el borde de la cama, todavía totalmente vestida,
hablando con el adjunto con una voz que se esforzaba en contener el terror.
Perowne captó parte de la historia al detenerse junto a ellos, y conoció el
resto más tarde, por las notas de Rosalind.
Tenía,
en conjunto, buena salud, pero había sufrido cefaleas intermitentes durante el año
anterior. Se tocó la cabeza para indicar dónde. Él se fijó en que tenía las
manos muy pequeñas. La cara era un óvalo perfecto, y los ojos eran grandes y de
un color verde claro. Había habido alguna que otra interrupción de la regla, y
en ocasiones los pechos segregaban una sustancia. Aquella tarde, cuando estaba
trabajando en la biblioteca de la facultad de derecho, estudiando daños y
perjuicios -especificó este punto-, dijo que la vista había empezado, según su
propia expresión, a temblequearle. Al cabo de unos minutos ya no veía los
números de su reloj de pulsera. Por supuesto, dejó los libros, agarró el bolso
y bajó la escalera agarrándose con fuerza a la barandilla. Caminando a tientas
por la calle, llegó al servicio de urgencias cuando empezaba a oscurecer.
Pensó
que había habido un eclipse y le sorprendió que nadie mirase al cielo. Desde
urgencias la habían enviado allí directamente y ahora apenas veía las rayas de
la camisa del médico adjunto. Cuando él levantó los dedos ella no pudo
contarlos.
-
No quiero quedarme ciega -dijo, con una voz queda y conmocionada-. Por favor,
no deje que me quede ciega.
Ian McEwan (Inglaterra, 1948).
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