"... se habían disipado en el símbolo redondo y duro de la moneda (...) en un eclipse frenético y vano ..."
(Fragmento del capítulo II)
Porque
estaba el asunto de aquel medio dólar. Aunque la suma exacta fuese de setenta
centavos en realidad y en cuatro monedas hacía mucho ya que las había
transferido traduciendo en aquellas primeras y escasas fracciones de segundo en
la moneda única en una entidad completa y única de masa y peso que no guardaba
proporción alguna con su simple valor de cambio; pues a veces la capacidad de
su espíritu para la pesadumbre o para torturarse o lo que fuese en fin se
agotaba por último un instante y tranquilo incluso se decía Al menos
tengo el medio dólar, al menos tengo algo porque no solo ya su error
y la vergüenza, sino también sus protagonistas (el hombre, el negro, la habitación,
el momento, el día mismo) se habían templado y disipado en el símbolo redondo y
duro de la moneda y era como si se viese tendido allí observando sin pesadumbre
e incluso tranquilo cómo día a día la moneda crecía hasta su máximo gigantesco,
hasta colgar fija al fin para siempre en la bóveda negra de su angustia como la
luna muerta y definitiva y sin menguante y él mismo, su propia sombra diminuta gesticulante
y pequeña contra ella en un eclipse frenético y vano pero también infatigable
porque él no cejaría nunca, no podía ceder ya nunca ante quien había humillado
no solo su virilidad sino también a toda su raza; todas las tardes después de
clase y los sábados todos, salvo que hubiera un partido o que fuese de caza o
hubiera otra cosa que desease o precisase hacer, iba al despacho de su tío,
donde contestaba al teléfono o hacía recados, todo con cierta apariencia de
responsabilidad, ya que no de necesidad. Era como mínimo indicio de su voluntad
de asumir una parte al menos de su carga. Había empezado ya de niño, ya casi no
se acordaba siquiera cuándo, por aquel apego ciego y total al único hermano de su
madre que nunca había intentado racionalizar, y había seguido desde entonces; más
tarde, a los quince y dieciséis y diecisiete años pensaría en el cuento del
chico que tenía un ternero mimado al que aupaba todos los días para pasar la
cerca del prado; pasaron los años y eran ya un hombre adulto y un toro aún
aupado todos los días para que pudiera pasar la valla del prado.
William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1949.
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