"Nunca, desde las noches de la canícula, nos hemos encontrado en colina o llanura, en bosque o pradera..."
(Fragmento del segundo acto, escena II)
Oberón: ¿Cómo puedes tener la
insolencia de aludir así a mi valimiento con Hipólita, cuando sabes que conozco
tu amor por Teseo? ¿No eres tú quien lo guió en la estrellada noche, lejos de Perigenio,
a quien había reducido? ¿Y no le hiciste quebrantar su promesa a la hermosa
Eglé, y a Ariadna y a Antíope?
Titania: Todo esto es puro invento de
los celos. Nunca, desde las noches de la canícula, nos hemos encontrado en colina
o llanura, en bosque o pradera, junto al surtidor esculpido o el arroyo fugaz,
o en la arenosa playa del mar, para bailar nuestras danzas en el viento
silbador, sin que hayas venido a perturbar nuestra fiesta con tus disputas. Y
por eso los vientos, llamándonos en vano con su música, han absorbido, como por
venganza, las nieblas contagiosas del mar; y cayendo éstas sobre la tierra, han
engrandecido de tal modo los más modestos ríos, que rebosaron por encima de sus
márgenes. Así es que en vano jadeaba el buey bajo su yugo, y que el labrador ha
prodigado su sudor. El verde maíz se ha podrido antes de que el penacho
coronase su espiga; el redil permanece vacío en el campo inundado, y los
cuervos se ceban en los rebaños muertos. Desierto y lleno de lodo está el sitio
de las danzas con tamboriles y castañuelas; y por falta de tráfico es imposible
discernir las caprichosas masas de verdura del laberinto rústico. Aquí falta a
los mortales su invierno, y no hay noche alguna alegrada por un himno o una
canción. La luna, que preside a las inundaciones, pálida de cólera por todo
esto, inunda los aires y hace que abunden las enfermedades reumáticas; y a
favor de esta perturbación vemos alteradas las estaciones. El granizo de cabeza
cana cae en el fresco regazo de la encarnada rosa, y una guirnalda de
perfumados botones se pone como por burla sobre la barba del viejo invierno y
encima de su corona de hielo. La primavera, el verano, el fértil otoño, el
sañudo invierno, cambian sus acostumbradas libreas, y el mundo, atónito con su
aumento, no sabe ahora distinguir la una de la otra. Y toda esta serie de males
es engendrada por nuestra disensión. Nosotros somos sus progenitores y su
manantial.
William Shakespeare (Inglaterra, 1564-1616)
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