Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 30 de julio de 2016

Canícula: EL PRADO DE BEZHIN, de Iván Turguéniev

"El sol, ni abrasador como en la época de la canícula, ni turbiamente rojo como es vísperas de la tormenta..."
 
(Fragmento inicial)

Era un glorioso día de julio, uno de esos días que sólo llegan después de muchas jornadas de buen tiempo. Desde el amanecer, el cielo está claro; la aurora no se inflama en fuegos, sino que se tiñe de suaves arreboles. El sol, ni abrasador como en la época de la canícula, ni turbiamente rojo como es vísperas de la tormenta, sino radiante y benigno, discurre plácido detrás de una larga y estrecha nube, brilla suavemente y se sumerge en su bruma de color lila. El alto borde sutil de la nubecilla reluce, serpeando, y su lustre parece el de la plata labrada. Pero he aquí que de nuevo se filtran los juguetones rayos del sol y, jovialmente, como si levantara el vuelo, vuelve a remontarse, más intenso que nunca, su fulgor. Alrededor del mediodía suelen presentarse muchedumbres de altas y redondas nubes color de oro oscuro, con tenues bordes blancos. Semejantes a islas diseminadas a lo largo de un interminable río, envueltas en sus diáfanas y transparentes mangas de uniforme azul, apenas parecen moverse de lugar; más allá, hacia el confín del horizonte, se agitan, se apelmazan hasta el punto de tapar casi por entero el cielo, traspasadas de luz y tibieza. El color del horizonte, leve, de un lila pálido, permanece inmutable todo el día, sin que en lugar alguno se oscurezca ni asomen barruntos de tormenta. Acá y allá se extienden de arriba abajo faldas cerúleas y caen algunas gotas de lluvia apenas perceptibles. Al atardecer desaparecen esas nubes, y las últimas, negruzcas y vagas cual neblina, se corren en rosados círculos frente al sol que se pone; en el lugar por donde se oculta con la misma placidez con que despuntara en el cielo, un débil fulgor perdura breve rato sobre la tierra, cada vez más oscura y centelleando débilmente como una lucecita, asoma en él la estrella de la tarde. En tales días se suavizan todos los colores, luminosos pero no brillantes, todo lleva el sello de cierta inquietante dulzura. Esos días aprieta a veces el calor, y hasta vahea en los declives de los campos; pero el aire ahuyenta, disipa el bochorno iniciado, y remolinos circulares de polvo -indicio seguro de tiempo estable- corren por los caminos y a través de los campos de labor en altas y blancas columnas. El aire, seco y puro, huele a trémula y a milhojas; y una hora antes de la anochecida no hay la menor humedad en el aire.
 
 
Iván Turguéniev (Rusia, 1818-1883)

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