Quedámonos, pues, todos
a bordo del Méjico aquella noche, y a las cuatro de la tarde
del siguiente día, vimos jinetear por la playa los exploradores de la
vanguardia de Miramón, mandados por un oficial superior que inmediatamente
cambió señales de correspondencia con los generales que de la Habana volvían.
Al cerrar la noche, me
dijo Rómulo Vega:
- Dispóngase usted a
desembarcar; Miramón va a enviarnos una canoa.
- No puedo -le
respondí-; sería un acto de adhesión a un partido, y no puedo mezclarme en la
política de este país; yo nada significo en él.
- ¿Vuelve usted, pues, a
la Habana?
- No; estoy obligado a
subir a Méjico.
- ¿Va usted a
desembarcar en Tampico?
- Tampoco; me quedaré en
uno de los buques de guerra españoles aquí estacionados hasta que pueda tomar
tierra por Boca del Río; y flanqueando por detrás del campamento de Miramón,
tomaré a caballo el camino de Orizaba.
- Es una mala idea, mi
querido poeta -exclamó el general, después de un momento de reflexión-; o cae
usted en manos de los mañosos antes de pasar el Chiquitruite,
si Miramón toma a Veracruz, o cae usted en las de los jarochos si levanta el
sitio; y los jarochos le traerán otra vez ante Juárez, que no olvidará su
promesa.
- Yo me las compondré
para llegar a Méjico, general.
Insistió y resistí;
adhiriéronse a su opinión Wolf, Castillo y su compañero; pero en la oscuridad
de las primeras horas nocturnas desembarcaron sin mí, y Aynslie y yo pasamos
con nuestro equipaje a bordo de la Berenguela, cuyo comandante, don
Juan Topete, nos recibió en su fragata, en la cual mantenía la más rigurosa disciplina,
alejándome a mí en su cámara, tan coquetamente amueblada como el tocador de una
duquesa, sólo que sus alfileres y sus horquillas eran bayonetas, sables y
hachas de abordaje. El Méjico levó anclas y zarpó para Tampico
a la media noche, y al día siguiente nos preparamos a presenciar el bombardeo
de Veracruz. Pero pasó aquel día, y trascurrió el segundo, y amaneció el
tercero, y no podíamos explicarnos la inmovilidad del campamento y el silencio
de los cañones de Miramón, cuya inmo- vilidad y silencio veían los juaristas tan
asombrados como nosotros, pero recelosos ellos de alguna estratagema que no
podían adivinar.
José Zorrilla (España, 1817-1893).
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