(Fragmento del capítulo VIII. Santiago Tlatelolco)
El cazador preparó su escopeta, apuntó al aguilucho, y
por fin, disparó. El pájaro voló de la rama, y fue a caer en una barranca a poca
distancia.
Salir el tiro, volar el pájaro y correr ladrando en
su seguimiento, fue todo obra simul- tánea y de un instante.
El perro, precipitándose violentamente por el declive
de la barranca, llegó poco tiempo después que el ave herida de las alas y sin
fuerza, había caído en medio de un arroyo, que con estrépito y saltando entre
rocas y arbustos, corría en el fondo del precipicio.
- ¡Hola! Turco, aquí, aquí, sin destrozar el pájaro…
pronto, aquí, bribón… toma, toma.
El cazador, al mismo tiempo, que con toda la fuerza de
sus pulmones hablaba con su perro, había echado su escopeta al hombro, y con
una ligereza comparable a la del fiel sabueso, descendía por una estrecha
vereda. El perro, que después de perseguir al aguilucho logró cogerlo, subía
con rapidez hacia donde se hallaba su amo.
- ¡Pícaro! ya comenzabas con tu maña vieja, y has
destrozado un ala a esta infeliz águila, como si no hubiese sido bastante la munición.
El Turco, humildemente dejó el ave a los pies de su
amo, se acostó en la tierra, y volvió a gruñir tristemente, como si llorara por
la reprimenda de su dueño.
- ¡Dios mío! -dijo el cazador-, hay en esta barranca
tantos conejos como piedras. Tres días enteros pasaría yo aquí sin comer. Mientras
esto decía, volvió a cargar su escopeta, que era de una excelente fábrica
inglesa, y disparó, casi sin apuntar, a la multitud de conejos que saltaban de
los matorrales. El perro, avisado, listo y atento a los movimientos de su amo,
se lanzó sobre la caza inmediatamente que oyó tronar el fulminante, y trajo a
poco en el hocico un conejo; y sea dicho de paso, con la mayor delicadeza, de suerte
que su amo en vez de reñirlo, le hizo muchas caricias, a que el perro
correspondió abundantemente. Volviendo a cargar su escopeta, repitiendo la
misma conversación con el Turco, el cazador, no sólo bajó hasta el fondo del
precipicio, sino que subió a una prominencia situada en el parte opuesta, y desde
donde se descubría una de las más encantadoras vistas.
El sitio en que pasaba esta solitaria escena entre un
cazador y su perro, era en la cumbre de la Sierra Madre, en el camino de Tampico,
y a dos o tres leguas de un pueblecito llamado Jaumave.* Algunos de los
lectores, que hayan subido a la cumbre de la alta cordillera, podrán recordar
la fría y delgada atmósfera que se respira; la majestad infinita en que se
encuentra el hombre que mira aglomerarse las nubes a sus pies, y formarse las
tempestades, la pintoresca vista de los arroyos, que, como serpientes fabulosas
con escamas de plata, se deslizan y pierden en medio de los espantosos precipicios
que forman las montañas; y luego, entre las rocas áridas y enormes, hay a veces
un pequeño valle, ameno, verde, fresco, lleno de flores silvestres, con un
estanque cristalino y un bosquecillo de árboles. Tendiendo la vista, se divisan inmensos valles, que se pierden entre la bruma y las nubes de púrpura que van
elevándose del horizonte, o series de montañas, colocadas unas tras otras, como
una perspectiva, donde van disminuyéndose, y deslavándose las tintas azules,
hasta formar un medio color vaporoso e indefinible: tal era la perspectiva que
tenía el cazador delante de sus ojos, y la cual contemplaba extático
volviéndose hacia todas partes, y examinando cada uno de los puntos con una
minuciosa atención.
Manuel Payno (México, 1810-1894).
* Es muy probable que el sitio al que Payno se refiere sea la región de poco más de ciento cuarenta hectáreas denominada El Cielo, que se ubica en la proximidad de Jaumave y a 148 kilómetros de Tampico. Fue designada por la Unesco como reserva de la biósfera, en 1986. La ilustración corresponde a una imagen de su paisaje.
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