"Herodes, viéndose burlado por los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños de Belén."
Los tres caminantes
(Fragmento)
Gaspar, Balthásar y Melchor subían las manos, y las
familias les maldijeron. Les veían demacrados y pobres, pero invocaban la misma
estrella que la turba del rey señalaba cuando degolló a sus hijos.
Lejos, en el albergue, se torcían los rojos corazones
de las hogueras. Y en el portal se les cayeron las carroñas exhaustas de sus
bestias. Llamaron los tres caminantes. Les recibió un husmo de castas, un tufo
de hachones y fogariles, un olor agrio de frutas que se derretían, un aliento
de intemperies cobijadas toda la noche». Ganados y recuas rodeando los pozos.
Judíos en oración, inmóviles, hacia Jerusalem. Soldados, mayorales, trajineros
disputándose armas, aparejos, rameras. Despertaban las caravanas a punto de
abrirse en una rosa de rutas y climas. Como en todos los paradores. Seguir;
comenzar; volver en curvas de río por la misma planicie. Ahora estaría la
cumbre de ellos ungida de las esencias de la madrugada, como en los tiempos de
su quietud, antes de la aparición de la estrella. Como entonces y sin ellos;
sin poder retornar a entonces. Se internaron por corredores cavados dentro de
la colina que sostiene la obra de la caravanera. Salían hatos, acémilas,
familias... Después todo se quedaba recogido, tierno de la flor del alba; y por
una pared rota bajaba muy grande el lucero. En lo último del refugio había un
rodal de gentes con gallaruzas de vellones, con capuces peludos de olor de
majada. Ponían sus manos de cepas a la lumbre despertando el rescoldo no como
los magos hacían con el fuego divino de sus losas, sino como fuego terrenal
creado para el bien de los hombres. Conversaban mirando a una rinconada donde
se guarecía un matrimonio de Nazareth: la mujer lisa, frágil de recién parida,
aniñada por la maternidad; el marido tostado, maduro, con sayal tosco y el
paño de su frente desatado, y se le juntaban la cabellera aceitosa y la barba
que principiaba a encanecer.
Los pastores les daban agua y lienzos con que lavar y
aviar el hijo, y después se lo pusieron al pecho de la madre. Todo lo iban
reflejando los gordos ojos de la jumenta que les trajo de su país y los de un
buey echado detrás del pesebre que volvía su cuerna moviendo despacio las
quijadas con un crujido de grama, dejando el humo de su morro caliente; y
cuando paraba de rumiar se sentía mamar a la criatura.
Marido, mujer, pastores y bestias se volvieron
pasmados a los tres aparecidos.
¿Serían tres ángeles? Tres ángeles de blancuras
ajadas, extenuados, envejecidos de tanto caminar. Vendrían de las orillas del
cielo, donde el cielo y la tierra tienen un vado de montes azules.
Gaspar, Balthásar y Melchor se arrimaron poco a poco
entre garbas de lena y atadijos y vasijas del ajuar de la familia de Nazareth,
hasta postrarse en el pajuz.
El hijo soltose del pecho. Y Balthásar le dejó delante
un terrón de oro; Gaspar, un alabastro de incienso; Melchor, un pomo de mirra.
No dijeron nada. Callando era más clara la suavidad de su cansancio en el
descanso. Así, con el silencio de su boca respondían al silencio interior de su
vida. Ni se preguntaban si habían venido, si habían bajado de su cumbre lejana
para eso. Si habían pasado desiertos, fragas, ríos, naciones para ver un
matrimonio artesano con un hijo recién nacido. No se lo reprocharon. Nunca
habían sentido esta emoción de humanidad. Buscaron la gloria prometida al
mundo, y se encontraban a sí mismos en su alma trémula de ternuras. No se
calcinaría el misterio ni el deseo. No se les vería regresar con la estrella
apagada.
Siempre los tres magos camino de Bethlem, con el
lucero llagándoles los ojos.
Gabriel Miró (España, 1879-1930).
Desastroso fin de los tres reyes magos
“Herodes, viéndose burlado por los Magos se irritó
sobremanera y mandó matar a todos los niños de Belén.”
(Mateo, 2, 16).
Camino de regreso a sus tierras, los tres Reyes Magos
oyeron a sus espaldas el clamor de la Degollación. Más de una madre corrió tras
ellos, los alcanzó y los maldijo. De todos modos la noticia se propagó
velozmente. Marcharon entre puños crispados y sordas recriminaciones de hombres
y mujeres. En una encrucijada vieron a José y a María que huían a Egipto con el
Niño. Cuando llegaron a sus respectivos países los mató el remordimiento.
Marco Denevi (Argentina, 1922-1998).
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